21 marzo 2012

El pensamiento siempre es libre

¿A qué nos referimos cuando hablamos de la libertad de pensamiento? ¿Es que no es siempre libre, el pensamiento? Si sólo es "pensamiento", ¿cómo no va a ser libre? ¿Cómo puede ser conocido si no se manifiesta? ¿Cómo puede ser controlado, restringido, encarcelado?

En realidad, el pensamiento sólo puede volverse motivo de controversia si es expresado por la persona que piensa. O si es supuesto, imaginado, por una tercera persona. En el primero de los casos, cuando es expresado, su eventual análisis se enmarcaría ya en el contexto del siguiente artículo de la Declaración Universal, el relativo a la libertad de expresión.

En el segundo, la atribución de determinados pensamientos a una persona que no los manifiesta es siempre un atropello. Intolerable tanto por la intromisión en la vida ajena que supone, por lo absurdo de su pretensión y por los graves perjuicios que dicha atribución pueda generar, según sea lo que se suponga que dicha persona piensa y la subjetiva valoración que se haga de dicha forma de pensar.

¿Se puede intentar impedir que la gente piense aquello que la sociedad considera reprobable? Los pensamiento, mientras sólo son pensamientos, deben ser libres. El único límite de la libertad de pensamiento debería ser aquel en el que el pensamiento deja de serlo estrictamente y de alguna forma se traduce en acciones (unas acciones que entonces habría que evaluar en función del resto de los derechos proclamados en la Declaración Universal eventualmente afectados). Pero lo que ocurre dentro de nuestra cabeza es única y exclusivamente competencia nuestra, sujeto sólo a nuestra eventual valoración.

La libertad de pensamiento es para todos, incluso para aquellos que se dedican a suponer los pensamientos ajenos. Que supongan lo que quieran, incluso si se entretienen haciendo las más descabelladas suposiciones: si nuestras especulaciones acerca de lo que piensan los demás se restringen sólo a nuestro propio pensamiento y no se reflejan externamente de alguna manera, no tienen trascendencia social.

De hecho, presumir el pensamiento ajeno es algo que hacemos todos, en ocasiones de forma consciente, y más a menudo de forma inconsciente. Los meros pensamientos, sean sensatos, sublimes, disparatados, estúpidos, de contenido violento, morboso, etc., no pueden ser jamás materia de ningún tipo de valoración social o ética. Quizás, eventualmente, en algunos casos seria aconsejable, en beneficio del sujeto que piensa según qué desvaríos, alguna valoración psicológica. Pero esta es ya otra historia...

20 marzo 2012

La presunta igualdad ante la ley

Es un hecho obvio que la igualdad ante la ley en el mejor de los casos es sólo presunta igualdad ante la ley, en la medida que la capacidad de defensa es distinta en función de los recursos económicos disponibles.

También es obvio que los supuestos pueden ser mucho peores. Por ejemplo, cuando el poder económico del afectado le permite, no sólo preparar la mejor defensa legalmente posible, sino también utilizar recursos ilegales. Ya sea intentando sobornar a los jueces (para que dicten sentencias prevaricadoras, injustas con conocimiento de causa), presentando pruebas falsas (pagando falsos testimonios), sobornando testimonios verdaderos para que no testifiquen, obstaculizando la investigación, etc. El dinero en muchas ocasiones es un lubricante capaz de poner en movimiento todo tipo de engranajes delictivos, y por desgracia el mundo de la justicia y sus aledaños no es ninguna isla social, ajena e inmune a estas tentaciones.

Otra influencia distorsionadora puede ser la del poder político (influenciado o no por el poder económico), presionando en privado directamente al juez o indirectamente a través de la manipulación del estado de opinión social. Lamentablemente, el afán de poder de la clase política en ocasiones mueve montañas que jamás deberían moverse.

Finalmente, queda la fuerza bruta. Las posibles amenazas de las fuerzas armadas, los cuerpos policiales, los grupos paramilitares, las bandas terroristas o mafiosas, es decir, cualquier colectivo capaz de hacer uso de la fuerza y que insinúa o amenaza claramente con recurrir a ella según cual sea el criterio de los tribunales. Grupos que amenazan y, en algunos casos, ejecutan sus amenazas: la lista de jueces que en distintos países han pagado con su vida su pretensión de ser imparciales es considerable. O que han tenido que vivir o viven con esta permanente amenaza.

Todo esto en el supuesto que el marco jurídico vigente proclame la igualdad ante la ley. Queda todavía el último escenario de la desigualdad: cuando la desigualdad ante la ley ya la contempla el mismo sistema judicial. Por ejemplo, el uso de leyes tribales en según que sociedades convencidas de la inferioridad de la mujer, o la misma discriminación de la mujer en estados teocráticos. Y de una forma más generalizada, la situación de los inmigrantes en la mayoría de países del mundo.

La igualdad ante la ley más evolucionada, la de las sociedades actuales más democráticas y menos corruptas, vista desde esta perspectiva global es un verdadero privilegio: es el resultado de un trayecto de siglos de lento progreso de los derechos humanos y del estado de derecho. Pero a pesar de ser un privilegio tampoco es un estado ideal definitivo: incluso en las sociedades más privilegiadas en este sentido hay que seguir trabajando a favor de esta igualdad, para que cada vez sea mayor, más profunda, más consolidada (antes nos hemos referido al tema pendiente de los inmigrantes). Y más irreversible, porque hay que recordar que el grado de respeto de los derechos humanos tanto pueden avanzar como retroceder: la historia está llena de desgraciados ejemplos de retrocesos.

06 marzo 2012

Juicios desigualmente justos

En el mejor de los casos, cuando se garantiza la igualdad ante la ley, no se garantiza del todo la igualdad ante la ley. La explicación de este aparente juego de palabras es que la igualdad ante la ley lo que garantiza es la aplicación de una misma ley y unos mismos procedimientos judiciales. Incluso puede que por un mismo juez. Pero lo que ningún sistema judicial ofrece es la posibilidad de una misma capacidad de defensa de las personas juzgadas.

Esta capacidad de defensa, garantizada de modo básico con la posibilidad de acceder al turno de oficio si se carece de recursos económicos (es decir, a un abogado a cargo del estado), es muy distinta de la que se puede buscar una persona con una sólida solvencia económica. Un aspecto que, obviamente, es o puede ser determinante sobre el desarrollo del proceso judicial y de la sentencia final. Usando un símil futbolístico, es como si un fiscal-delantero tiene que sortear a un abogado-defensa para encarar la portería, y resulta que en unos partidos el defensa es de un equipo de tercera regional, y en otros es del equipo menos goleado de primera división.

Es sabido que las cárceles están llenas de pequeños y medianos delincuentes que han atentado contra la propiedad ajena, las estadísticas de la población reclusa son elocuentes. Pero son pocos los grandes o grandísimos delincuentes que, habiendo atentado contra la propiedad ajena, acaban entre rejas. Sólo hay que ver los casos de corrupción que de forma periódica van salpicando la prensa. Y no hay que ser demasiado listo para llegar a la conclusión de que "la capacidad de defensa" es la que marca la diferencia.

En los sistemas judiciales en los que es la fiscalía la que debe demostrar la culpabilidad de los acusados, cuanto más hábil sea la defensa, obstaculizando las maniobras del fiscal, sembrando dudas, etc., más posibilidades tendrá su cliente de conseguir la absolución final por falta de pruebas. En ocasiones, la estrategia es tan simple como ir dilatando el proceso, hasta conseguir la prescripción del delito.

La ley es la misma, incluso pueden serlo el el juez y el fiscal, pero un mismo caso, un mismo acusado, un mismo presunto delito, pueden tener sentencias muy distintas en función de cual sea la defensa. Si esta es "de primera división" (y con la eventual promesa de "incentivos" extras en caso de conseguir la absolución), será más difícil marcarle el gol de una sentencia contraria a sus intereses.