Algunos reputados pensadores argumentan que la moderna utilización y difusión de la palabra empatía no es más que una actualización del concepto de compasión, de larga tradición en las distintas culturas y religiones.
Tienen la mitad de razón. La mitad que les falta es que la empatía, además de permitirnos acompañar el sufrimiento, el dolor o la desesperación ajenos, también nos permite compartir la vitalidad, el optimismo y la alegría. Por lo tanto, la irrupción de la empatía como complemento o alternativa moderna a la compasión es un buen invento psicológico, una eficaz herramienta social, ya que permite unas relaciones entre las personas (y con uno mismo), mucho más optimistas y productivas.
Si es importante saber acompañar la persona sufriente, saber estar a su vera, paliando cuando es posible su sufrimiento, lo es tanto o más saber estar, compartir y alegrarse con las alegrías ajenas. Porque sería una lástima, una lamentable calamidad, un verdadero desastre evolutivo, que el potencial contagioso de la vitalidad ajena no se pudiera expandir a causa de que sólo fueramos receptivos a las penalidades y las tristezas.
De hecho, la empatía no es ningún invento de la modernidad; es una capacidad que sin duda ha acompañado a la humanidad desde los tiempos más remotos. La novedad seguramente es su reconocimiento y valoración actuales, en contraposición, o como complemento, a la gran valoración que han hecho las religiones, y en especial el cristianismo, de la compasión. Es obvio que el horizonte humano se hace más soportable y viable con el cultivo de la compasión, pero también lo es que este horizonte sólo se hace realmente brillante y motivador con la capacidad de la empatía de permitirnos gozar con el goce ajeno.
27 enero 2011
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