En la Declaración Universal se incluyen derechos que, a pesar de estar redactados de forma muy breve, no dejan lugar a dudas sobre su naturaleza y alcance. Por ejemplo, el derecho a no ser torturado.
Otros derechos, en cambio, de forma especial los de carácter socioeconómico, son más difusos. Como el derecho a la propiedad: "1. Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente. 2. Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad" (Artículo 17 de la Declaración Universal).
Sobre este derecho, no es ocioso preguntarse cuál es su verdadero alcance, qué es exactamente lo que otorga o lo qué limita. Y la respuesta es que, en realidad, del redactado del artículo no se deduce nada en concreto. El texto es algo así como una frase bonita y bienintencionada, pero nada más. La realidad es que este derecho sólo adquiere consistencia cuando, además de reconocerse retóricamente, se despliega de forma detallada en las constituciones de los distintos países y en las leyes y decretos correspondientes, regulando su aplicación, definiendo su alcance y sus límites.
Del derecho a la propiedad hay que resaltar dos aspectos, el de los mínimos y el de los límites. Sin ellos, sin normas que garanticen por ejemplo el derecho a la más elemental propiedad (empezando por la de uno mismo, para garantizar la imposibilidad de ser esclavizado), así como los límites relativos a la acumulación de bienes por parte de algunas corporaciones o personas (para evitar que su exceso de poder o influencia pongan en peligro la posibilidad de que otras personas puedan obtener los mínimos recursos materiales para garantizarse una vida digna), la proclamación del derecho a la propiedad seria pura retórica. O lo que es todavía peor, una coartada para que los más poderosos y faltos de escrúpulos acumulen impunemente recursos que deberían destinarse a los sectores más necesitados de la sociedad. Algo que desgraciadamente ocurre, y que es una muestra más de la gran distancia que hay entre lo que son voluntariosas declaraciones de intenciones y la realidad en la que vivimos.
07 noviembre 2008
04 noviembre 2008
Derecho a la propiedad
El derecho a la propiedad es quizás el derecho de la Declaración Universal más susceptible de ser interpretado de formas distintas, incluso opuestas. De hecho, ya fue compleja su introducción en el texto finalmente aprobado: su redactado es el resultado de largas discusiones, en las que se enfrentaban los representantes de los países socialistas y los representantes de los países capitalistas, defensores respectivamente del derecho a la propiedad colectiva e individual.
Todavía podía haber sido más complejo el debate. Si en algo coincidían los bloques socialista y capitalista era en el rechazo de las teorías anarquistas. El anarquismo había sido combatido por ambos, y no sólo dialécticamente, también policialmente y militarmente. Había sido perseguido y exterminado en todos los países en los que había conseguido alguna implantación. Por ello, y en la medida que los miembros de la comisión encargada de redactar la Declaración Universal actuaban como representantes de sus respectivas naciones, el anarquismo no tuvo ni voz ni voto durante la elaboración del texto.
Es difícil imaginar lo que hubiera ocurrido si esta voz hubiera estado presente. Si este derecho se habría incluido, y con qué redactado. Además, puestos a imaginar y divagar, es también difícil saber lo que podría haber ocurrido si, al redactarse el documento, ya se hubiera producido la desintegración de la URSS y la desaparición de los regímenes comunistas. O desde el extremo opuesto, lo que habría pasado si los regímenes comunistas entonces hubieran tenido todavía una mayor implantación e influencia, en detrimento de los países capitalistas.
Es oportuno hacer este tipo de reflexiones, para recordar que todo el texto de la Declaración Universal es fruto de unas circunstancias y un momento histórico determinado, y que en consecuencia, en otro momento histórico, en un contexto y con unas circunstancias distintas, su redactado podría ser eventualmente alterado. Quizás, en algún aspecto, de forma que ahora ni tan siquiera podemos imaginar.
Todavía podía haber sido más complejo el debate. Si en algo coincidían los bloques socialista y capitalista era en el rechazo de las teorías anarquistas. El anarquismo había sido combatido por ambos, y no sólo dialécticamente, también policialmente y militarmente. Había sido perseguido y exterminado en todos los países en los que había conseguido alguna implantación. Por ello, y en la medida que los miembros de la comisión encargada de redactar la Declaración Universal actuaban como representantes de sus respectivas naciones, el anarquismo no tuvo ni voz ni voto durante la elaboración del texto.
Es difícil imaginar lo que hubiera ocurrido si esta voz hubiera estado presente. Si este derecho se habría incluido, y con qué redactado. Además, puestos a imaginar y divagar, es también difícil saber lo que podría haber ocurrido si, al redactarse el documento, ya se hubiera producido la desintegración de la URSS y la desaparición de los regímenes comunistas. O desde el extremo opuesto, lo que habría pasado si los regímenes comunistas entonces hubieran tenido todavía una mayor implantación e influencia, en detrimento de los países capitalistas.
Es oportuno hacer este tipo de reflexiones, para recordar que todo el texto de la Declaración Universal es fruto de unas circunstancias y un momento histórico determinado, y que en consecuencia, en otro momento histórico, en un contexto y con unas circunstancias distintas, su redactado podría ser eventualmente alterado. Quizás, en algún aspecto, de forma que ahora ni tan siquiera podemos imaginar.
03 noviembre 2008
Derecho al trabajo
Desde que, en algún lugar de África, hace unos dos millones de años, a partir de algunos primates el azar evolutivo diera lugar a los primeros homínidos, su evolución posterior ha ido siempre acompañada de migraciones, a la búsqueda de territorios en los que las posibilidades de supervivencia fueran más favorables. En la actualidad, de todas las especies de homínidos sólo quedamos nosotros, extendidos por toda la tierra, pero al mismo tiempo protagonistas todavía de grandes migraciones. Nos movemos por el mismo motivo que nuestros ancestros: millares de personas abandonan sus lugares de residencia con el objetivo de conseguir una vida menos difícil en otros territorios. La versión moderna, en el mundo globalizado actual, es el flujo de personas desde los países llamados subdesarrollados o con menos oportunidades laborales hacia los países prósperos (las migraciones vacacionales son otra historia, de la que también se podría hablar mucho, pero ahora no es el momento).
En el caso de las mujeres migrantes, muchas tienen como única alternativa en los países de destino trabajar en el cuidado de personas mayores. Dejan a sus familias en sus países de origen, padres, abuelos, hijos, para ir a cuidar los padres, abuelos o hijos de las familias que las contratan. La necesidad las obliga a esta vida dura, alejada de los suyos, en soledad, muy a menudo haciendo horarios interminables, las 24 horas del día los siete días de la semana.
Unos trabajos que las personas que las emplean no estarían dispuestas a aceptar, ni por el tipo de trabajo, ni por la dedicación exhaustiva, ni por las bajas retribuciones. A pesar de ello, quienes se benefician de los servicios de estas mujeres suelen encontrar distintas justificaciones para esta relación laboral peculiar. Argumentan que es el resultado de las leyes del mercado, que con este dinero contribuyen a aliviar de forma significativa la precariedad de las familias de estas mujeres en sus países de origen, que al fin y al cabo las teóricas 24 horas de trabajo no son tantas, ya que están mucho tiempo desocupadas, que además tienen la vida resuelta, en la medida que no han de pagar ni vivienda ni alimentación, etc.
Seguramente, a corto plazo no es fácil encontrar una alternativa a estas migraciones forzadas por motivos económicos. Pero lo que no debería ser tan difícil de imaginar, y de llevar a la práctica, sería que, mientras se mantengan estas circunstancias, las relaciones entre las personas contratantes y las contratadas fueran más justas. No sólo en las apariencias, en el trato diario, sino también y sobre todo, en cuanto a las condiciones laborales, los horarios y las retribuciones.
En el caso de las mujeres migrantes, muchas tienen como única alternativa en los países de destino trabajar en el cuidado de personas mayores. Dejan a sus familias en sus países de origen, padres, abuelos, hijos, para ir a cuidar los padres, abuelos o hijos de las familias que las contratan. La necesidad las obliga a esta vida dura, alejada de los suyos, en soledad, muy a menudo haciendo horarios interminables, las 24 horas del día los siete días de la semana.
Unos trabajos que las personas que las emplean no estarían dispuestas a aceptar, ni por el tipo de trabajo, ni por la dedicación exhaustiva, ni por las bajas retribuciones. A pesar de ello, quienes se benefician de los servicios de estas mujeres suelen encontrar distintas justificaciones para esta relación laboral peculiar. Argumentan que es el resultado de las leyes del mercado, que con este dinero contribuyen a aliviar de forma significativa la precariedad de las familias de estas mujeres en sus países de origen, que al fin y al cabo las teóricas 24 horas de trabajo no son tantas, ya que están mucho tiempo desocupadas, que además tienen la vida resuelta, en la medida que no han de pagar ni vivienda ni alimentación, etc.
Seguramente, a corto plazo no es fácil encontrar una alternativa a estas migraciones forzadas por motivos económicos. Pero lo que no debería ser tan difícil de imaginar, y de llevar a la práctica, sería que, mientras se mantengan estas circunstancias, las relaciones entre las personas contratantes y las contratadas fueran más justas. No sólo en las apariencias, en el trato diario, sino también y sobre todo, en cuanto a las condiciones laborales, los horarios y las retribuciones.
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