Desde que, en algún lugar de África, hace unos dos millones de años, a partir de algunos primates el azar evolutivo diera lugar a los primeros homínidos, su evolución posterior ha ido siempre acompañada de migraciones, a la búsqueda de territorios en los que las posibilidades de supervivencia fueran más favorables. En la actualidad, de todas las especies de homínidos sólo quedamos nosotros, extendidos por toda la tierra, pero al mismo tiempo protagonistas todavía de grandes migraciones. Nos movemos por el mismo motivo que nuestros ancestros: millares de personas abandonan sus lugares de residencia con el objetivo de conseguir una vida menos difícil en otros territorios. La versión moderna, en el mundo globalizado actual, es el flujo de personas desde los países llamados subdesarrollados o con menos oportunidades laborales hacia los países prósperos (las migraciones vacacionales son otra historia, de la que también se podría hablar mucho, pero ahora no es el momento).
En el caso de las mujeres migrantes, muchas tienen como única alternativa en los países de destino trabajar en el cuidado de personas mayores. Dejan a sus familias en sus países de origen, padres, abuelos, hijos, para ir a cuidar los padres, abuelos o hijos de las familias que las contratan. La necesidad las obliga a esta vida dura, alejada de los suyos, en soledad, muy a menudo haciendo horarios interminables, las 24 horas del día los siete días de la semana.
Unos trabajos que las personas que las emplean no estarían dispuestas a aceptar, ni por el tipo de trabajo, ni por la dedicación exhaustiva, ni por las bajas retribuciones. A pesar de ello, quienes se benefician de los servicios de estas mujeres suelen encontrar distintas justificaciones para esta relación laboral peculiar. Argumentan que es el resultado de las leyes del mercado, que con este dinero contribuyen a aliviar de forma significativa la precariedad de las familias de estas mujeres en sus países de origen, que al fin y al cabo las teóricas 24 horas de trabajo no son tantas, ya que están mucho tiempo desocupadas, que además tienen la vida resuelta, en la medida que no han de pagar ni vivienda ni alimentación, etc.
Seguramente, a corto plazo no es fácil encontrar una alternativa a estas migraciones forzadas por motivos económicos. Pero lo que no debería ser tan difícil de imaginar, y de llevar a la práctica, sería que, mientras se mantengan estas circunstancias, las relaciones entre las personas contratantes y las contratadas fueran más justas. No sólo en las apariencias, en el trato diario, sino también y sobre todo, en cuanto a las condiciones laborales, los horarios y las retribuciones.