Ante un hecho al que no se le encuentra explicación caben dos alternativas: reconocer la propia ignorancia o inventar una explicación (sin fundamento alguno, pero no obstante capaz de sosegarnos).
La evolución de la humanidad en gran medida es la evolución desde las explicaciones inventadas a las explicaciones razonadas, acompañada del aprendizaje de una forma de vivir capaz de asumir las limitaciones de los conocimientos alcanzados: se acepta que existe lo desconocido, lo ignorado. Y esto se asume como algo inevitable (mientras no se consiga hallarle una explicación racional), abandonando la tentación de inventar explicaciones tranquilizadoras.
La humanidad ha seguido estos caminos a lo largo de su evolución. También, dentro de su escala, los distintos colectivos. Y cada una de las personas, a lo largo de su breve existencia: desde el mundo mágico e irracional de la infancia al mundo necesitado de certezas demostrables de la edad adulta. Un mundo, el del adulto, en el que no obstante siempre persisten zonas de nieblas y de explicaciones fantasiosas: la magia y la irracionalidad nunca desaparecen del todo, y en algunas ocasiones casi ni menguan (las religiones, incluidas las laicas, son una buena muestra de ello, además de las devociones a los equipos deportivos locales, las múltiples supersticiones de todo tipo, etc.).
Al intentar consensuar los valores que se pretende que sirvan de marco para regular las relaciones entre las personas en una sociedad determinada, hay que tener en cuenta la influencia que ejercen cada una de estas dos tendencias, la razón y la fe (la reflexión y la magia). Y si, en las sociedades modernas se ha llegado a la conclusión de que las normas resultantes han de basarse en la razón (a diferencia de las sociedades teocráticas, ancladas en la fe), entonces, en momentos de tensión entre fe y razón, hay que defender a ultranza la preeminencia de la segunda. Porque, a pesar de los errores que en su nombre se puedan cometer, al subordinarse a la reflexión y a la demostración, estos errores siempre serán menores, y con más posibilidades de ser corregidos, que los derivados de sistemas irracionales de creencias.
La razón, con rigor y paciencia, conduce a la demostración, tiende a la confluencia, favorece el consenso. La fe, en la medida que es diversa y al mismo tiempo no es universal, sólo puede conducir a la confluencia y al consenso, en el mejor de los casos, por casualidad.
Una clara demostración de lo dicho es el proceso de redacción y aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Su gran artífice fue la razón, y uno de los mayores obstáculos que hubo que sortear fueron las distintas creencias implicadas, tanto las de carácter religioso como las laicas.