Todos se mueven: los ricos viajan y los pobre emigran. Los ricos van a donde quieren, los pobres, a ningún sitio, o a donde no tienen más remedio, acuciados por la necesidad.
Los ricos se quedan donde quieren, los pobres a veces no, los echan de donde viven, y entonces viven a la deriva, deambulando, o hacinados en arrabales, condenados por su indefensión y su pobreza.
Y cuando los pobres que no tienen intención de viajar deciden viajar para no perecer en el lugar donde están, cuando llegan a las fronteras extranjeras las encuentran cerradas para ellos.
La libertad de circulación sólo existe para que los ricos vayan a donde les apetezca y para que los pobres se vayan de donde no les quieren. Y no es gracias a la libertad de circulación, sino a pesar de su falta, que los pobres en ocasiones se van de donde malviven, a causa de que todo lo que tienen es sólo su miseria. Cansados de compartirla con sus vecinos, sueñan con alguna oportunidad en algún otro lugar.
Todos los países aceptan inmigrantes cuando los necesitan, y los rechazan cuando sólo son ellos, los inmigrantes, quienes lo necesitan. Y así los pobres se mantienen pobres, viajando cuando son útiles, y siendo rechazados cuando son un estorbo. Y los ricos se mantienen ricos, viajando cuando les apetece, viviendo donde les apetece, utilizando a los pobres cuando les apetece.
En un mundo globalizado para las mercancías (las camisas, los zapatos, las televisiones, los plátanos) los pobres son productos de mercado y los ricos los mercaderes. Y cuando hay sobreproducción de pobres disminuye todavía más su valor: menguan sus salarios y sus derechos y, "los que sobran", se pudren almacenados en los almacenes de la pobreza, en los subpaíses de la miseria del tercer y cuarto mundo, sin derecho a la libre circulación para intentar salir de su condición de pobres en algún otro lugar no tan adverso como el que están.