La difusión de un determinado sistema de valores se puede efectuar de formas distintas. A través de la educación, el diálogo, el poder de seducción, la persuasión, la diplomacia... o intentando imponerlo por la fuerza, mediante alguna de las múltiples formas de violencia que se pueden ejercer, más o menos manifiestas o sutiles.
La historia está llena de situaciones en las que distintos colectivos humanos han intentado imponer sus convicciones sobre otros por la fuerza. De hecho, este comportamiento en general es la norma, al menos en los casos en los que un grupo tiene la capacidad necesaria para imponerse sobre otro.
Este tipo de comportamiento grupal, por otro lado, tiene su lógica: al fin y al cabo, es el reflejo del comportamiento que se da entre los distintos individuos de un mismo colectivo. En general, en nuestras relaciones personales, de forma inconsciente nos solemos tratar de esta manera, más pendientes de imponer nuestros puntos de vista e intereses que de escuchar a nuestro interlocutor y comprender sus inquitudes y necesidades.
Tanto en nuestras relaciones personales como en las relaciones grupales la coacción como herramienta para imponer valores y proteger intereses es habitual. Con independencia del tipo de valores o antivalores que se promuevan, o de la legitimidad o ilegitimidad de los intereses que se defiendan.
De esta dinámica acerca del uso de la fuerza o el diálogo de cara a la obtención de determinados objetivos sociales tampoco se escapa el loable empeño por promover los derechos humanos en la actualidad.
Existe un acuerdo general acerca de que la promoción de los valores característicos de los derechos humanos justifica distintos tipos de intervenciones, no sólo educativas o dialogantes: en casos extremos asumimos que puede implicar el ejercicio de algún tipo de violencia. Excepto en el caso de las personas pacifistas a ultranza, dentro de la comunidad de los defensores de los derechos humanos no se discute que, ante determinados ultrajes y agresiones, el uso de la violencia no sólo puede ser legítimo, sino incluso imprescindible. Otro asunto es que este principio luego se utilice prostituido, cuando para amparar intervenciones interesadas y vergonzosas se usa de escudo una presunta defensa de los derechos humanos. Es un asunto, por otro lado, más complejo de lo que a primera vista podría parecer, ya que en ocasiones la línea fronteriza entre una intervención eventualmente justificada o injustificable es difusa.
El proyecto de difusión de los valores propios de los derechos humanos nos puede llevar a escenarios de todo tipo. Pasar del mundo de las teorías y de las solemnes declaraciones de principios a la realidad de las situaciones concretas, en ocasiones extremadamente complejas y envenenadas, muchas veces no es fácil.