"Una bellota no es un roble. Los cerdos de Jabugo se alimentan de bellotas, no de robles. Y un cajón de bellotas no constituye un robledo. Un roble es un árbol, mientras que una bellota no es un árbol, sino sólo una semilla. Por eso la prohibición de talar los robles no implica la prohibición de recoger sus frutos. Entre el zigoto originario, la bellota y el roble hay una continuidad genealógica celular: la bellota y el roble se han formado mediante sucesivas divisiones celulares (por mitosis) a partir del mismo zigoto. El zigoto, la bellota y el roble constituyen distintas etapas de un mismo organismo. Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota no es un roble de verdad, un roble en acto, sino sólo un roble en potencia, algo que, sin ser un roble, podría llegar a serlo. Una oruga no es una mariposa. Una oruga se arrastra por el suelo, come hojas, carece de alas, no se parece nada a una mariposa ni tiene las propiedades típicas de las mariposas. Incluso hay a quien le encantan las mariposas, pero le dan asco las orugas. Sin embargo, una oruga es una mariposa en potencia. (...) El niño es un anciano en potencia, pero un niño no tiene derecho a la jubilación. Un hombre vivo es un cadáver en potencia, pero no es lo mismo enterrar a un hombre vivo que a un cadáver. A los vegetarianos, a los que les está prohibido comer carne, se les permite comer huevos, porque los huevos no son gallinas, aunque tengan la potencialidad de llegar a serlas. Un embrión no es un hombre, y por tanto eliminar un embrión no es matar a un hombre. El aborto no es un homicidio. Y el uso de células madre en la investigación, tampoco."
Jesús Mosterín. Obispos, aborto y castidad. El País, 24-3-2009
25 marzo 2009
Citas - Philiph Gourevitch (distintas categorías de criminales)
"¿Quién se atreve a procesar a un presidente o a un secretario de Defensa americano o europeo? Nadie. Son demasiado poderosos. La realidad básica del planeta es que cuando alguien llega a un cargo lo suficientemente alto se convierte en intocable. Acaban de condenar a uno de los implicados en el genocidio de Ruanda, pero es que el suyo es un país débil. Si Ruanda quisiera procesar a alguno de los franceses que hoy se sabe que permitieron que el genocidio ocurriera, se reirían en su cara. Sé que lo que digo es muy duro, pero trato de ser realista."
Philiph Gourevitch (citado por Bárbara Celis en "Los intocables poderosos de EE UU y Europa", El País, 10-1-2009)
Philiph Gourevitch (citado por Bárbara Celis en "Los intocables poderosos de EE UU y Europa", El País, 10-1-2009)
24 marzo 2009
De la magia a la razón - 3
Nadie tiene el monopolio de la empatía, la solidaridad y la justicia. Ni las personas religiosas, ni las agnósticas o ateas.
A nadie hay que pedirle cuentas por ser creyente o no serlo, sólo por su comportamiento, y sólo cuando éste incide sobre quienes nos rodean, sobre las relaciones sociales, los recursos de interés común, etc.
Nadie puede utilizar sus creencias (religiosas o laicas), o su falta de creencias, su escepticismo, para promover actitudes integristas, clasistas, racistas, excluyentes, misóginas, homófobas, belicistas... Este tipo de actitudes, sea quien sea que las promueva, han de ser denunciadas y combatidas.
No sirve de nada hacer estadísticas que relacionen comportamientos cívicos (acordes con los principios recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) y personas creyentes o no. La experiencia demuestra que tanto personas o grupos de creyentes, como de no creyentes, han alimentado y promovido tanto las conductas más aberrantes como las más solidarias y ejemplares. Sólo hay que dar un repaso a la historia.
Cuando en la actualidad en nombre de determinadas creencias (religiosas o laicas) se siguen promoviendo atentados y actos de barbarie contra las personas, hay que poner en el punto de mira estas creencias, sin valorar si tienen o no un determinado sustento o trasfondo religioso: lo que interesa es su contenido, lo que propugnan. Y en función de este contenido, de sus objetivos, entonces hay que pronunciarse y no arredrarse ante las quejas que formulen sus defensores, cuando argumentan que las críticas que se les dirigen son ataques inaceptables a religiones o particularismos culturales del todo legítimos. Este intento de confusión ha de ser desenmascarado y desactivado. Y si en último extremo una determinada creencia es inseparable de una determinada escala de valores incompatible con los valores humanos fundamentales, entonces no hay que tener miedo a afirmar que dicha creencia es un estorbo social y que, si es incapaz de corregirse, lo mejor sería que desapareciera. Así, sin darle más vueltas.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (aprobada en su momento por representantes de naciones caracterizadas por distintas ideologías políticas y distintos credos religiosos), con relación al pluralismo ideológico y religioso, en su artículo18 proclama el "derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión". Pero al mismo tiempo, en el artículo 30, el último, afirma que ninguno de los artículos de la Declaración se puede interpretar de forma que atenten contra el resto de principios que esta proclama. Es decir, no todo vale: la libertad religiosa (incluidas las religiones laicas), tiene sus límites en la frontera de las libertades ajenas y en el conjunto de principios recogidos en la Declaración.
A nadie hay que pedirle cuentas por ser creyente o no serlo, sólo por su comportamiento, y sólo cuando éste incide sobre quienes nos rodean, sobre las relaciones sociales, los recursos de interés común, etc.
Nadie puede utilizar sus creencias (religiosas o laicas), o su falta de creencias, su escepticismo, para promover actitudes integristas, clasistas, racistas, excluyentes, misóginas, homófobas, belicistas... Este tipo de actitudes, sea quien sea que las promueva, han de ser denunciadas y combatidas.
No sirve de nada hacer estadísticas que relacionen comportamientos cívicos (acordes con los principios recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) y personas creyentes o no. La experiencia demuestra que tanto personas o grupos de creyentes, como de no creyentes, han alimentado y promovido tanto las conductas más aberrantes como las más solidarias y ejemplares. Sólo hay que dar un repaso a la historia.
Cuando en la actualidad en nombre de determinadas creencias (religiosas o laicas) se siguen promoviendo atentados y actos de barbarie contra las personas, hay que poner en el punto de mira estas creencias, sin valorar si tienen o no un determinado sustento o trasfondo religioso: lo que interesa es su contenido, lo que propugnan. Y en función de este contenido, de sus objetivos, entonces hay que pronunciarse y no arredrarse ante las quejas que formulen sus defensores, cuando argumentan que las críticas que se les dirigen son ataques inaceptables a religiones o particularismos culturales del todo legítimos. Este intento de confusión ha de ser desenmascarado y desactivado. Y si en último extremo una determinada creencia es inseparable de una determinada escala de valores incompatible con los valores humanos fundamentales, entonces no hay que tener miedo a afirmar que dicha creencia es un estorbo social y que, si es incapaz de corregirse, lo mejor sería que desapareciera. Así, sin darle más vueltas.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (aprobada en su momento por representantes de naciones caracterizadas por distintas ideologías políticas y distintos credos religiosos), con relación al pluralismo ideológico y religioso, en su artículo18 proclama el "derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión". Pero al mismo tiempo, en el artículo 30, el último, afirma que ninguno de los artículos de la Declaración se puede interpretar de forma que atenten contra el resto de principios que esta proclama. Es decir, no todo vale: la libertad religiosa (incluidas las religiones laicas), tiene sus límites en la frontera de las libertades ajenas y en el conjunto de principios recogidos en la Declaración.
18 marzo 2009
De la magia a la razón - 2
Cuando la vida se acaba, cuando el cerebro deja de funcionar, esta cosa misteriosa que mientras estamos vivos nos hace sentir tan importantes (el yo, el espíritu, el alma...), desaparece. Al cesar el funcionamiento del cerebro, con la muerte cerebral, con el fin de la actividad electroquímica de las neuronas, desaparece todo aquello a lo que esta actividad neuronal daba vida.
Al menos, esta es la creencia de las personas que no creen en ningún tipo de existencia que no esté sustentada en una combinación de materia y energía estructurada en forma de organismo vivo. Es obvio que el cuerpo humano, cuando muere y se convierte en cadáver, no desaparece, sólo se transforma. Pero su transformación en distintas clases de energía y materia, incluso su reasimilación dentro del ciclo vital de otro organismo vivo, es incompatible, entra en contradicción, con la eventual pervivencia del organismo que anteriormente configuraba.
Por mucho que nos empeñemos, no somos distintos de un carnero o una lechuga. El filete o la ensalada que nos tomamos para comer se convierten en nutrientes y energía para nosotros (y en materia de rechazo, los orines y las heces). Del carnero o la lechuga originales, como tales, no queda nada de nada.
No obstante, mientras el cerebro funciona, su funcionamiento nos permite no sólo el pensamiento racional, crítico y empírico, sino que al mismo tiempo nos predispone a las creencias mágicas e irracionales más pintorescas, lo que explica la tendencia generalizada de gran parte de la población mundial a creer en las divinidades más diversas. Es una tendencia surgida durante el proceso evolutivo, y sólo se ha desarrollado en los seres humanos. Ni las primeras bacterias ni el resto de organismos vivos tienen estas capacidades. Por ejemplo, un conejo o una lechuga no tienen ni la capacidad de investigar los fenómenos de las cosas ni la de creer en divinidades misteriosas.
Esta capacidad de pensamiento mágico y religioso ha tenido un papel en la supervivencia del género humano (dar una explicación, aunque fuera inventada, a todo aquello que era inexplicable y provocaba miedo y ansiedad). Hoy el dilema no consiste en cuestionar este hecho evidente, sino sólo en preguntarse si este rasgo evolutivo en la actualidad sigue siendo de utilidad, si la tiene en algún grado más o menos relevante o si, quizás, se ha convertido en un "estorbo evolutivo" que sería mejor superar.
No es fácil responder. Porque es innegable que en la actualidad para muchas personas las creencias religiosas siguen siendo un importante apoyo tanto en su quehacer diario como en su empeño por conseguir un mundo más justo, solidario y pacífico. Esto es tan cierto como que esta tendencia social a la solidaridad y la empatía también se halla y se puede promover por parte de personas y colectivos que no se guían por creencias religiosas. Por otro lado, si lo que importa son los fines y no los motivos, seguramente no tiene mayor importancia esta pluralidad o doble vía de acceso a un mundo mejor.
No obstante, la afirmación anterior parece que permite deducir, sin faltar a la verdad, que si lo que se pretende es la construcción de un mundo mejor, las creencias religiosas no son imprescindibles (en contra de lo que opinan algunos creyentes y líderes religiosos).
Al menos, esta es la creencia de las personas que no creen en ningún tipo de existencia que no esté sustentada en una combinación de materia y energía estructurada en forma de organismo vivo. Es obvio que el cuerpo humano, cuando muere y se convierte en cadáver, no desaparece, sólo se transforma. Pero su transformación en distintas clases de energía y materia, incluso su reasimilación dentro del ciclo vital de otro organismo vivo, es incompatible, entra en contradicción, con la eventual pervivencia del organismo que anteriormente configuraba.
Por mucho que nos empeñemos, no somos distintos de un carnero o una lechuga. El filete o la ensalada que nos tomamos para comer se convierten en nutrientes y energía para nosotros (y en materia de rechazo, los orines y las heces). Del carnero o la lechuga originales, como tales, no queda nada de nada.
No obstante, mientras el cerebro funciona, su funcionamiento nos permite no sólo el pensamiento racional, crítico y empírico, sino que al mismo tiempo nos predispone a las creencias mágicas e irracionales más pintorescas, lo que explica la tendencia generalizada de gran parte de la población mundial a creer en las divinidades más diversas. Es una tendencia surgida durante el proceso evolutivo, y sólo se ha desarrollado en los seres humanos. Ni las primeras bacterias ni el resto de organismos vivos tienen estas capacidades. Por ejemplo, un conejo o una lechuga no tienen ni la capacidad de investigar los fenómenos de las cosas ni la de creer en divinidades misteriosas.
Esta capacidad de pensamiento mágico y religioso ha tenido un papel en la supervivencia del género humano (dar una explicación, aunque fuera inventada, a todo aquello que era inexplicable y provocaba miedo y ansiedad). Hoy el dilema no consiste en cuestionar este hecho evidente, sino sólo en preguntarse si este rasgo evolutivo en la actualidad sigue siendo de utilidad, si la tiene en algún grado más o menos relevante o si, quizás, se ha convertido en un "estorbo evolutivo" que sería mejor superar.
No es fácil responder. Porque es innegable que en la actualidad para muchas personas las creencias religiosas siguen siendo un importante apoyo tanto en su quehacer diario como en su empeño por conseguir un mundo más justo, solidario y pacífico. Esto es tan cierto como que esta tendencia social a la solidaridad y la empatía también se halla y se puede promover por parte de personas y colectivos que no se guían por creencias religiosas. Por otro lado, si lo que importa son los fines y no los motivos, seguramente no tiene mayor importancia esta pluralidad o doble vía de acceso a un mundo mejor.
No obstante, la afirmación anterior parece que permite deducir, sin faltar a la verdad, que si lo que se pretende es la construcción de un mundo mejor, las creencias religiosas no son imprescindibles (en contra de lo que opinan algunos creyentes y líderes religiosos).
05 marzo 2009
Seres sensibles y sufrimiento - 2
Lo normal es que nos atraiga el olor de las hierbas aromáticas y que nos repugne el de los vómitos y la podredumbre. Es una característica que viene impresa en nuestros genes.
Somos el resultado de una mezcla o interacción entre nuestra naturaleza o constitución biológica y las influencias del entorno. Por ejemplo, tenemos la necesidad de comer. Pero si sentimos que esta necesidad ineludible sólo la podemos satisfacer comiendo chipirones en su tinta, entonces es evidente que un gusto tan particular y excluyente no está escrito en nuestros genes: esta exclusividad nos la hemos inventado.
Dicho lo anterior, vayamos a la siguiente cita:
"El pato es docilísimo: un animal fácil, generoso, bueno. Le das de comer, ¡y ya te toma por su papá y te adora! Yo amo a los patos. (...) Me han llamado 'torturador de patos'... No negaré que el embocado es un tramo duro de la vida del pato... (...) Durante los últimos quince días de su vida, mediante un embudo, al pato se le fuerza a engullir un kilo de maíz al día. Así el hígado se carga de grasa hasta decuplicar su peso. (...) El hígado normal pesa unos 70 gramos, y el hígado graso, 700 gramos. Y el pato pesa siete kilos: ¡es como si un hombre de 80 kilos albergase un hígado de ocho kilos! En ese punto -descarga eléctrica y degüello- extraemos el tesoro. (...) Pero durante los tres primeros meses de su vida, el pato ha vivido suelto, en excelentes entornos naturales, mimado por veterinarios, alimentándose a su antojo, moviéndose como un atleta olímpico... ¡Conviene que llegue sano y fuerte al embocado!" (André Bonnaure, cocinero especialista en foie gras. La Vanguardia, 26-2-2009).
Es obvio que no se puede sobrevivir sin interrumpir el curso natural de otros organismos vivos, sin ejercer distintas formas de violencia. No podemos evitar la violencia, sólo podemos intentar minimizarla. Nuestras múltiples necesidades requieren que cercenemos el normal desarrollo de otros organismos vivos, animales o vegetales. No sólo para alimentarnos, también para procurarnos abrigo y cobijo, para desarrollar la ciencia y la cultura, para combatir las enfermedades... no es posible andar sin pisar.
No obstante, limitándonos al ámbito de la alimentación, y sin entrar en la discusión de si es posible llevar una vida saludable evitando el consumo de alimentos de origen animal, hay otra reflexión, ajena al ámbito nutricional, sólo ética, que nos podemos plantear: ¿qué necesidad tenemos, como en el ejemplo de la cita, de someter a algunos animales a auténticas torturas sólo para satisfacer un capricho, un determinado gusto que nosotros mismos nos hemos inventado? Con lo vasto que es el universo de los gustos y las infinitas posibilidades existentes de ampliarlo, ¿tan torpes e insensibles somos que no nos entra en la cabeza que podemos optar por gustos que no requieran para su satisfacción el sufrimiento de otros seres sensibles? ¿O es que en el fondo hay algo realmente morboso, en la satisfacción de estos caprichos?
Somos el resultado de una mezcla o interacción entre nuestra naturaleza o constitución biológica y las influencias del entorno. Por ejemplo, tenemos la necesidad de comer. Pero si sentimos que esta necesidad ineludible sólo la podemos satisfacer comiendo chipirones en su tinta, entonces es evidente que un gusto tan particular y excluyente no está escrito en nuestros genes: esta exclusividad nos la hemos inventado.
Dicho lo anterior, vayamos a la siguiente cita:
"El pato es docilísimo: un animal fácil, generoso, bueno. Le das de comer, ¡y ya te toma por su papá y te adora! Yo amo a los patos. (...) Me han llamado 'torturador de patos'... No negaré que el embocado es un tramo duro de la vida del pato... (...) Durante los últimos quince días de su vida, mediante un embudo, al pato se le fuerza a engullir un kilo de maíz al día. Así el hígado se carga de grasa hasta decuplicar su peso. (...) El hígado normal pesa unos 70 gramos, y el hígado graso, 700 gramos. Y el pato pesa siete kilos: ¡es como si un hombre de 80 kilos albergase un hígado de ocho kilos! En ese punto -descarga eléctrica y degüello- extraemos el tesoro. (...) Pero durante los tres primeros meses de su vida, el pato ha vivido suelto, en excelentes entornos naturales, mimado por veterinarios, alimentándose a su antojo, moviéndose como un atleta olímpico... ¡Conviene que llegue sano y fuerte al embocado!" (André Bonnaure, cocinero especialista en foie gras. La Vanguardia, 26-2-2009).
Es obvio que no se puede sobrevivir sin interrumpir el curso natural de otros organismos vivos, sin ejercer distintas formas de violencia. No podemos evitar la violencia, sólo podemos intentar minimizarla. Nuestras múltiples necesidades requieren que cercenemos el normal desarrollo de otros organismos vivos, animales o vegetales. No sólo para alimentarnos, también para procurarnos abrigo y cobijo, para desarrollar la ciencia y la cultura, para combatir las enfermedades... no es posible andar sin pisar.
No obstante, limitándonos al ámbito de la alimentación, y sin entrar en la discusión de si es posible llevar una vida saludable evitando el consumo de alimentos de origen animal, hay otra reflexión, ajena al ámbito nutricional, sólo ética, que nos podemos plantear: ¿qué necesidad tenemos, como en el ejemplo de la cita, de someter a algunos animales a auténticas torturas sólo para satisfacer un capricho, un determinado gusto que nosotros mismos nos hemos inventado? Con lo vasto que es el universo de los gustos y las infinitas posibilidades existentes de ampliarlo, ¿tan torpes e insensibles somos que no nos entra en la cabeza que podemos optar por gustos que no requieran para su satisfacción el sufrimiento de otros seres sensibles? ¿O es que en el fondo hay algo realmente morboso, en la satisfacción de estos caprichos?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)