Nadie tiene el monopolio de la empatía, la solidaridad y la justicia. Ni las personas religiosas, ni las agnósticas o ateas.
A nadie hay que pedirle cuentas por ser creyente o no serlo, sólo por su comportamiento, y sólo cuando éste incide sobre quienes nos rodean, sobre las relaciones sociales, los recursos de interés común, etc.
Nadie puede utilizar sus creencias (religiosas o laicas), o su falta de creencias, su escepticismo, para promover actitudes integristas, clasistas, racistas, excluyentes, misóginas, homófobas, belicistas... Este tipo de actitudes, sea quien sea que las promueva, han de ser denunciadas y combatidas.
No sirve de nada hacer estadísticas que relacionen comportamientos cívicos (acordes con los principios recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos) y personas creyentes o no. La experiencia demuestra que tanto personas o grupos de creyentes, como de no creyentes, han alimentado y promovido tanto las conductas más aberrantes como las más solidarias y ejemplares. Sólo hay que dar un repaso a la historia.
Cuando en la actualidad en nombre de determinadas creencias (religiosas o laicas) se siguen promoviendo atentados y actos de barbarie contra las personas, hay que poner en el punto de mira estas creencias, sin valorar si tienen o no un determinado sustento o trasfondo religioso: lo que interesa es su contenido, lo que propugnan. Y en función de este contenido, de sus objetivos, entonces hay que pronunciarse y no arredrarse ante las quejas que formulen sus defensores, cuando argumentan que las críticas que se les dirigen son ataques inaceptables a religiones o particularismos culturales del todo legítimos. Este intento de confusión ha de ser desenmascarado y desactivado. Y si en último extremo una determinada creencia es inseparable de una determinada escala de valores incompatible con los valores humanos fundamentales, entonces no hay que tener miedo a afirmar que dicha creencia es un estorbo social y que, si es incapaz de corregirse, lo mejor sería que desapareciera. Así, sin darle más vueltas.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos (aprobada en su momento por representantes de naciones caracterizadas por distintas ideologías políticas y distintos credos religiosos), con relación al pluralismo ideológico y religioso, en su artículo18 proclama el "derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión". Pero al mismo tiempo, en el artículo 30, el último, afirma que ninguno de los artículos de la Declaración se puede interpretar de forma que atenten contra el resto de principios que esta proclama. Es decir, no todo vale: la libertad religiosa (incluidas las religiones laicas), tiene sus límites en la frontera de las libertades ajenas y en el conjunto de principios recogidos en la Declaración.