Los primitivos clanes de seres humanos ya se organizaban a partir de unas escalas de valores, de una moral colectiva, al igual que todas las sociedades y civilizaciones que desde entonces han existido. Sin valores, es imposible la vida en comunidad, ya sea esta la de la familia, el barrio, la ciudad, la región, el país o las relaciones y la convivencia internacional.
De hecho, los valores son incluso imprescindibles para convivir con uno mismo; sin unos principios que regulen nuestro comportamiento, sin este tipo de "automatismos morales", nos sentiríamos dubitativos, inseguros, y difícilmente podríamos estar a gusto y en paz con nosotros mismos.
Necesitamos los valores. Y dado que los necesitamos, hemos que decidir cuales son los valores concretos que queremos adoptar como tales, es decir, hemos de preferir y rechazar, con el objetivo de concretar el tipo de organización social a la que aspiramos. A partir de los valores, por oposición, se identifican los antivalores, los principios opuestos a los escogidos. O al revés.
Es un proceso con un componente de subjetividad importante. Y por lo tanto, con un amplio abanico de posibles resultados. En nuestro caso, a partir de distintos razonamientos, optamos, decidimos, partimos de la premisa, pero en definitiva nos inventamos, que los valores que queremos asumir, que asumimos, son aquellos contenidos y derivados de los principios expuestos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hay que puntualizarlo, porque no siempre ocurre o ha ocurrido así. Por ejemplo, es obvio que el nazismo defendía unos valores, el problema es que dichos valores eran el racismo, el militarismo, la homofobia, etc.
Es verdad que no siempre es fácil establecer un límite claro entre valores y antivalores. Los extremos del abanico siempre son evientes, pero en la gradual transición de un extremo al otro pueden existir zonas intermedias de incómoda o difícil valoración. No obstante, utilizar la existencia de esta zona gris o confusa para cuestionar todo el sistema jerárquico de valores no tiene sentido, ya que las tendencias que marcan los extremos siempre están muy claras.
Al final (o desde el principio), este tipo de impugnaciones en general no persiguen la negación de la validez de cualquier sistema de valores, sino que lo que suelen esconder es, a través de la descalificación retórica, una reivindicación "de hecho" de valores opuestos a los de la Declaración Universal. Una estratagema para luego acabar reivindicando la legitimidad de la ley del más fuerte (convirtiendo esta ley en el valor supremo). O a través de sistemas ideológicos presuntamente más elaborados (pero en el fondo igual de burdos), negar igualmente los principios de la Declaración Universal, como en el caso del nazismo, el estalinismo, los integrismos religiosos, el colonialismo económico, etc.