"Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad..."
Si la afirmación es tan clara y concisa, y está situada en un lugar tan preferente, la primera frase del primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ¿cómo es que distintos organismos o colectivos se empeñan en otorgar a algunos de sus miembros tratamientos especiales? No sólo especiales, también pomposos y ridículos: majestad, santidad, excelencia, ilustrísimo, reverendo, señoría...
Hace siglos los cuáqueros ya lo tenían claro. Tanto, que cuando se les emplazaba a someterse a las normas que incluían la utilización forzada de estos tratamientos se negaban en redondo, llegando a ser condenados judicialmente por tratar de igual a igual a los jueces que los juzgaban precisamente por dicho "delito".
Si todos tenemos la misma dignidad, también hemos de ser tratados exactamente de la misma forma, con independencia de la posición social que se ocupe, el eventual cargo público que se ejerza o la jerarquía religiosa que se ostente. O el título nobiliario del que se presuma: marqués, conde, duquesa, princesa... y tantas otras majaderías.
Y si hay algo que pueda dar algún lustre especial o añadido a la dignidad inherente a toda persona, no es precisamente el tratamiento que se le otorgue a alguien, sino la honestidad y eficiencia con las que desempeñe sus responsabilidades, ya sean las de magistrado, médico, panadero o jornalero. Y, por lo tanto, o todos somos ilustrísimas personas (o majestades, santidades, etc.), o para simplificar y dejarnos de juegos, todos somos personas a secas. Con la misma dignidad y el mismo tratamiento.