En un mundo en el que las modificaciones quirúrgicas del propio cuerpo por motivos estéticos parecen tener cada vez menos límites, un mundo esclavizado por la imagen y gobernado por una publicidad intrusiva y omnipresente que convence de la necesidad y vende la posibilidad de modificar el propio cuerpo con la finalidad de adaptarlo a los cánones estéticos imperantes, cada vez son más las personas que sucumben a la tentación, que se sienten impelidas a pagar este peaje estético, médico y económico.
Uno de los argumentos esgrimidos para justificar esta decisión es la preservación de la salud emocional, considerándose que el hecho de no encajar con la dictadura estética imperante puede suponer un peaje psíquico muy costoso, incluso inasumible. Somos cada vez más frágiles, más manipulables, más temerosos. Menos libres.
Pero esta pérdida de libertad además tiene un "efecto colateral". Mientras en este mundo en el que vivimos los más privilegiados nos angustiamos por un perfil de nariz o de labios, y estamos dispuestos a correr riesgos sanitarios y a hacer considerables inversiones económicas para modificar nuestra apariencia, existe otro mundo en el que el dilema cotidiano es muy distinto. Por ejemplo, para no salir del ámbito de la cirugía, conseguir un modesto dispensario en el que sea factible realizar intervenciones de urgencia, como partos complejos o operaciones de apendicitis.
Todos tenemos derecho a hacer con nuestro cuerpo lo que queramos. Pero cuando condicionados por la publicidad y por la obsesión de la imagen ejercemos nuestra libertad, paradójicamente, para perderla, hay algo que no funciona. Que no funciona por partida doble, ya que perdiendo esta libertad, maximizando nuestras obsesiones, desaparece también de nuestro horizonte la opción de la solidaridad.