"Después de todo, ¿dónde comienzan los derechos humanos universales? En lugares minúsculos, muy cerca de casa. Son tan cercanos y tan pequeños esos sitios que no son visibles en ningún mapa del mundo. Aún así, conforman el mundo de toda persona: el vecindario en el que vive, la escuela o universidad a la que asiste; la fábrica, granja u oficina donde trabaja. Estos son los lugares donde cada hombre, mujer y niño busca la igualdad de justicia, la igualdad de oportunidad y la igualdad de dignidad sin discriminación. A no ser que estos derechos tengan significado en estos lugares, no tendrán significado en ningún otro lado. Sin la acción concertada de la ciudadanía para defenderlos cerca del hogar, buscaremos en vano su progreso en el resto del mundo".
Eleanor Roosevelt. Naciones Unidas, 27-3-1953
22 diciembre 2008
(desahogos) Muchas gracias - 2
De vez en cuando es de justicia recordarlo, sería de una cicatería miserable silenciarlo: hay que agradecerle al señor Rouco Varela, de profesión arzobispo de Madrid, a él y a algunos de sus más fieles y entusiastas acólitos, que cada vez que abren la boca contribuyan a alejar al conjunto de la ciudadanía de la influencia de la Iglesia. Con su entusiasta locuacidad, cada vez es más innecesaria la militancia y el apostolado anticlerical (en el sentido de rechazar la influencia excesiva del clero en los asuntos políticos): ellos lo llevan a cabo mucho mejor, de forma mucho más efectiva y rotunda. Con sus periódicas andanadas impregnadas de dogmatismos trasnochados, dejan en el lugar que le corresponde la institución que representan.
Con su tenacidad y constancia, cada día que pasa refuerzan el alejamiento del conjunto de la sociedad de la influencia de la jerarquía de la Iglesia católica. Un proceso necesario y depurativo que ellos quieren impedir a toda costa, argumentando descaradamente que las sociedades sin dios están abocadas a la barbarie, olvidando que muchas personas que no creen en ninguna divinidad viven vidas mucho más ejemplares que las suyas. Además, incluso entre los creyentes, se consideran los únicos interpretes legítimos de la voluntad divina. Y desde esta exclusividad que se otorgan, no tienen reparos en defender valores considerados contravalores por las modernas sociedades democráticas (como sus actitudes relativas a la condición y los derechos de las mujeres y las minorías sexuales).
Deberían repasar con un poco de humildad las reflexiones éticas de un personaje, al parecer histórico, llamado Jesús de Nazaret. Quizás les serían de utilidad.
Con su tenacidad y constancia, cada día que pasa refuerzan el alejamiento del conjunto de la sociedad de la influencia de la jerarquía de la Iglesia católica. Un proceso necesario y depurativo que ellos quieren impedir a toda costa, argumentando descaradamente que las sociedades sin dios están abocadas a la barbarie, olvidando que muchas personas que no creen en ninguna divinidad viven vidas mucho más ejemplares que las suyas. Además, incluso entre los creyentes, se consideran los únicos interpretes legítimos de la voluntad divina. Y desde esta exclusividad que se otorgan, no tienen reparos en defender valores considerados contravalores por las modernas sociedades democráticas (como sus actitudes relativas a la condición y los derechos de las mujeres y las minorías sexuales).
Deberían repasar con un poco de humildad las reflexiones éticas de un personaje, al parecer histórico, llamado Jesús de Nazaret. Quizás les serían de utilidad.
19 diciembre 2008
Derechos humanos y credibilidad
Con motivo del 60 aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos se inauguró en Ginebra la nueva cúpula de la Sala de los Derechos Humanos (18-11-2008). Todos los asistentes, empezando por Ban Ki-moon, secretario general de las Naciones Unidas, se deshicieron en elogios sobre la obra inaugurada.
Para llevar a cabo la obra, para crear el conjunto de estalactitas coloreadas que cuelgan del techo, su autor, Manel Barceló, empleó 36.000 kilos de pintura y necesitó la colaboración de veinte ayudantes. Según Javier Garrigues, representante permanente de España ante la sede europea de las Naciones Unidas, el coste de la obra se elevó a unos 20 millones de euros. Parte de este importe, 500.000 euros, procedía de los Fondos de Ayuda al Desarrollo españoles, lo que justificó el señor Garrigues por la contribución de esta presunta obra de arte a "la promoción de los derechos humanos y el multilateralismo".
Además, al parecer asistieron al acto más de 700 invitados, lo que multiplicado por el importe de sus respectivos desplazamientos (aviones y coches oficiales, hoteles, etc.), representa también un coste que no debe ser precisamente calderilla.
Si Amnistía Internacional, o alguna otra organización de derechos humanos, se hubiera gastado 20 millones de euros en decorar su sala de reuniones se habría organizado un escándalo fenomenal. Y probablemente muchos de sus socios, al menos los que tuvieran un mínimo grado de sensatez, se habrían dado de baja de la organización de forma inmediata.
En cambio, los responsables de las Naciones Unidas han promovido este despropósito, y además lo han defendido sin sonrojarse lo más mínimo (al igual que el Gobierno español, uno de los principales implicados en el proyecto). Según ellos, esta inversión en esta Sala de los Derechos Humanos (que al parecer será el lugar habitual de reuniones del Consejo de Derechos Humanos), está plenamente justificada. Como si este tipo de salas, en lugar de espacios de trabajo relacionados con los graves problemas de derechos humanos existentes en el mundo, fueran lugares para solazarse contemplando presuntas creaciones artísticas.
Uno de los asistentes al acto, el señor Juan Carlos de Borbón, de profesión rey de España, justifico la obra con estas palabras: "Nada mejor que el arte como lenguaje universal para expresar los valores, principios y misiones que inspiran a las Naciones Unidas en torno al ser humano y al mundo". Todavía lo explicó con más desparpajo el señor Miguel Ángel Moratinos, ministro de Asuntos Exteriores español: "El arte no tiene precio (...) es de necios confundir valor y precio".
Pero resulta que este tipo de majaderías no pueden ocultar que, al margen del más que discutible interés artístico de la obra, su elevadísimo coste es un insulto a todas las víctimas de violaciones de derechos humanos, muy a menudo desatendidas con el argumento de la falta de recursos.
Para llevar a cabo la obra, para crear el conjunto de estalactitas coloreadas que cuelgan del techo, su autor, Manel Barceló, empleó 36.000 kilos de pintura y necesitó la colaboración de veinte ayudantes. Según Javier Garrigues, representante permanente de España ante la sede europea de las Naciones Unidas, el coste de la obra se elevó a unos 20 millones de euros. Parte de este importe, 500.000 euros, procedía de los Fondos de Ayuda al Desarrollo españoles, lo que justificó el señor Garrigues por la contribución de esta presunta obra de arte a "la promoción de los derechos humanos y el multilateralismo".
Además, al parecer asistieron al acto más de 700 invitados, lo que multiplicado por el importe de sus respectivos desplazamientos (aviones y coches oficiales, hoteles, etc.), representa también un coste que no debe ser precisamente calderilla.
Si Amnistía Internacional, o alguna otra organización de derechos humanos, se hubiera gastado 20 millones de euros en decorar su sala de reuniones se habría organizado un escándalo fenomenal. Y probablemente muchos de sus socios, al menos los que tuvieran un mínimo grado de sensatez, se habrían dado de baja de la organización de forma inmediata.
En cambio, los responsables de las Naciones Unidas han promovido este despropósito, y además lo han defendido sin sonrojarse lo más mínimo (al igual que el Gobierno español, uno de los principales implicados en el proyecto). Según ellos, esta inversión en esta Sala de los Derechos Humanos (que al parecer será el lugar habitual de reuniones del Consejo de Derechos Humanos), está plenamente justificada. Como si este tipo de salas, en lugar de espacios de trabajo relacionados con los graves problemas de derechos humanos existentes en el mundo, fueran lugares para solazarse contemplando presuntas creaciones artísticas.
Uno de los asistentes al acto, el señor Juan Carlos de Borbón, de profesión rey de España, justifico la obra con estas palabras: "Nada mejor que el arte como lenguaje universal para expresar los valores, principios y misiones que inspiran a las Naciones Unidas en torno al ser humano y al mundo". Todavía lo explicó con más desparpajo el señor Miguel Ángel Moratinos, ministro de Asuntos Exteriores español: "El arte no tiene precio (...) es de necios confundir valor y precio".
Pero resulta que este tipo de majaderías no pueden ocultar que, al margen del más que discutible interés artístico de la obra, su elevadísimo coste es un insulto a todas las víctimas de violaciones de derechos humanos, muy a menudo desatendidas con el argumento de la falta de recursos.
18 diciembre 2008
Seres sensibles y sufrimiento
Convencer a una persona aficionada a los toros de que su distracción y su placer como espectadora implica la brutal tortura de un animal criado sólo para finalmente ser sacrificado en el ruedo es una tarea imposible. Normalmente, es un diálogo de sordos. La persona que siente empatía por el toro y padece con su sufrimiento habla un idioma que no entiende quien goza con lo que considera un arte noble, una elevada expresión artística, una maravillosa tradición cultural. Una persona que a su vez siente que su postura taurina, su goce estético y su justificación del toreo es absolutamente incomprendida por su oponente dialéctico, al que a menudo suele considerar un ignorante, un inculto, alguien de una sensibilidad endeble y enfermiza.
Quizás la palabra clave es la empatía. Dudar de que la emergencia de la empatía ha sido uno de los aspectos fundamentales que han permitido el proceso de humanización parece que está fuera de lugar. Y ahondando en esta característica, no parece muy aventurado argumentar que la extensión de este sentimiento de empatía es una forma de afianzar y refinar este proceso evolutivo. Un proceso que, de forma progresiva, nos ha llevado a una humanización marcada, entre otras características, por una sensibilidad más acusada hacia el dolor y el sufrimiento de aquellos que nos rodean. En primer lugar los seres humanos, pero no de forma exclusiva.
En la actualidad muchos seres humanos siguen padeciendo vejaciones, malos tratos y torturas a manos de personas con una capacidad de empatía sin duda atrofiada. Frenar e intentar erradicar estas situaciones sin duda debería ser la mayor prioridad de la humanidad.
Pero no somos los únicos seres sensibles y capaces de sufrir, y por lo tanto dignos de compasión. Compartimos estas características, la capacidad de padecer, de sentir dolor, con otros seres vivos. Y es probable que la insensibilidad hacia el sufrimiento de los animales no humanos con los que convivimos o compartimos la existencia no sea precisamente ninguna ayuda si lo que pretendemos es evolucionar como personas, orientándonos hacia una forma de ser humanos cada vez más pacífica y solidaria. Una forma de ser humanos en la que el dolor gratuito y evitable de los seres sensibles (humanos o no), sea sólo un recuerdo del pasado, de tiempos bárbaros y violentos por fortuna superados. Un proyecto en el que por otro lado los aliados en ocasiones son dudosos: existen algunas personas con una gran sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales, pero que al mismo tiempo, y de forma sorprendente, mantiene actitudes de una gran insensibilidad hacia el sufrimiento de las personas. Es algo que entristece y deslienta.
Humanizarse es un proceso dinámico, abierto, por definición inacabado. Su orientación depende de nosotros, del modelo que queramos inventarnos y promover como ideal. Entre la barbarie y los distintos modelos y grados de empatía, no parece tan mala opción preferir un modelo en el que las personas no se vean sometidas a torturas ni vejaciones. Un modelo que al mismo tiempo tenga en cuenta y evite en la medida de lo posible el sufrimiento de los animales no humanos, en el que no tengan cabida las distintas costumbres, tradiciones o prácticas asociadas al ocio o a la explotación comercial en las que los animales son maltratados y sufren. En el que sean inimaginables, por ejemplo, espectáculos como los de las corridas de toros.
Quizás la palabra clave es la empatía. Dudar de que la emergencia de la empatía ha sido uno de los aspectos fundamentales que han permitido el proceso de humanización parece que está fuera de lugar. Y ahondando en esta característica, no parece muy aventurado argumentar que la extensión de este sentimiento de empatía es una forma de afianzar y refinar este proceso evolutivo. Un proceso que, de forma progresiva, nos ha llevado a una humanización marcada, entre otras características, por una sensibilidad más acusada hacia el dolor y el sufrimiento de aquellos que nos rodean. En primer lugar los seres humanos, pero no de forma exclusiva.
En la actualidad muchos seres humanos siguen padeciendo vejaciones, malos tratos y torturas a manos de personas con una capacidad de empatía sin duda atrofiada. Frenar e intentar erradicar estas situaciones sin duda debería ser la mayor prioridad de la humanidad.
Pero no somos los únicos seres sensibles y capaces de sufrir, y por lo tanto dignos de compasión. Compartimos estas características, la capacidad de padecer, de sentir dolor, con otros seres vivos. Y es probable que la insensibilidad hacia el sufrimiento de los animales no humanos con los que convivimos o compartimos la existencia no sea precisamente ninguna ayuda si lo que pretendemos es evolucionar como personas, orientándonos hacia una forma de ser humanos cada vez más pacífica y solidaria. Una forma de ser humanos en la que el dolor gratuito y evitable de los seres sensibles (humanos o no), sea sólo un recuerdo del pasado, de tiempos bárbaros y violentos por fortuna superados. Un proyecto en el que por otro lado los aliados en ocasiones son dudosos: existen algunas personas con una gran sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales, pero que al mismo tiempo, y de forma sorprendente, mantiene actitudes de una gran insensibilidad hacia el sufrimiento de las personas. Es algo que entristece y deslienta.
Humanizarse es un proceso dinámico, abierto, por definición inacabado. Su orientación depende de nosotros, del modelo que queramos inventarnos y promover como ideal. Entre la barbarie y los distintos modelos y grados de empatía, no parece tan mala opción preferir un modelo en el que las personas no se vean sometidas a torturas ni vejaciones. Un modelo que al mismo tiempo tenga en cuenta y evite en la medida de lo posible el sufrimiento de los animales no humanos, en el que no tengan cabida las distintas costumbres, tradiciones o prácticas asociadas al ocio o a la explotación comercial en las que los animales son maltratados y sufren. En el que sean inimaginables, por ejemplo, espectáculos como los de las corridas de toros.
14 diciembre 2008
La religión de los derechos humanos
Somos insignificantes, y al mismo tiempo tenemos la imperiosa necesidad de reconocernos a nosotros mismos como seres con algún significado. Reconocernos y a la vez ser reconocidos como tales por los demás, ambas cosas. Es este significado y este doble reconocimiento, propio y ajeno, lo que da sentido a nuestras vidas.
Pero en este universo surgido de la nada y destinado a la nada los significados son forzosamente precarios. Y como la precariedad y la fragilidad generan un sentimiento difícil e incómodo de sobrellevar, provocador de ansiedad, tenemos la tendencia a intentar transformar estas emociones, buscando alguna alternativa apaciguadora. Una forma eficaz de gestionar la fragilidad y el temor existencial, practicada desde los albores del proceso de humanización, es la interiorización de creencias. En general fantasiosas, meras invenciones irracionales, pero que a pesar de ello (o precisamente por ello), a menudo tienen la virtud de aliviarnos.
La religión laica, si aceptamos llamarla así, de los derechos humanos es el resultado de un proceso de este tipo. El resultado en concreto de la siguiente creencia: la dignidad inherente a todo ser humano por el mero hecho de existir. Una invención humana como otra cualquiera, por mucho que se quiera sacralizar. Pero con algunas particularidades: no se asume como el resultado de ningún designio divino, sino del consenso humano, del acuerdo, del pacto, entre los sujetos afectados, nosotros, la humanidad. Este acuerdo, este convencimiento, convertido en creencia (la creencia como mínimo en que es una invención inteligente), es el germen fundacional de esta nueva religión que llamamos derechos humanos, y que hasta el momento ha demostrado dar mejores resultados que las creencias ensayadas anteriormente, todas igualmente inventadas, pero algunas sin duda mejores, más útiles, para organizar la convivencia humana.
En el caso de los derechos humanos, caracterizada también por toda la fragilidad primigenia y los peligros inherentes a todas las religiones consolidadas o en proceso de consolidación: tendencia a la jerarquía, sumisión de los miembros pasivos, falta de dinamismo conceptual, ritualización... Son aspectos que no hay que olvidar, para que estos peligros no se materialicen y entonces acaben hipotecando el gran potencial que encierra esta moderna creencia, esta invención que los seres humanos nos hemos regalado.
Pero en este universo surgido de la nada y destinado a la nada los significados son forzosamente precarios. Y como la precariedad y la fragilidad generan un sentimiento difícil e incómodo de sobrellevar, provocador de ansiedad, tenemos la tendencia a intentar transformar estas emociones, buscando alguna alternativa apaciguadora. Una forma eficaz de gestionar la fragilidad y el temor existencial, practicada desde los albores del proceso de humanización, es la interiorización de creencias. En general fantasiosas, meras invenciones irracionales, pero que a pesar de ello (o precisamente por ello), a menudo tienen la virtud de aliviarnos.
La religión laica, si aceptamos llamarla así, de los derechos humanos es el resultado de un proceso de este tipo. El resultado en concreto de la siguiente creencia: la dignidad inherente a todo ser humano por el mero hecho de existir. Una invención humana como otra cualquiera, por mucho que se quiera sacralizar. Pero con algunas particularidades: no se asume como el resultado de ningún designio divino, sino del consenso humano, del acuerdo, del pacto, entre los sujetos afectados, nosotros, la humanidad. Este acuerdo, este convencimiento, convertido en creencia (la creencia como mínimo en que es una invención inteligente), es el germen fundacional de esta nueva religión que llamamos derechos humanos, y que hasta el momento ha demostrado dar mejores resultados que las creencias ensayadas anteriormente, todas igualmente inventadas, pero algunas sin duda mejores, más útiles, para organizar la convivencia humana.
En el caso de los derechos humanos, caracterizada también por toda la fragilidad primigenia y los peligros inherentes a todas las religiones consolidadas o en proceso de consolidación: tendencia a la jerarquía, sumisión de los miembros pasivos, falta de dinamismo conceptual, ritualización... Son aspectos que no hay que olvidar, para que estos peligros no se materialicen y entonces acaben hipotecando el gran potencial que encierra esta moderna creencia, esta invención que los seres humanos nos hemos regalado.
12 diciembre 2008
Derecho a un salario digno
Mientras los políticos se asignen sueldos equivalentes al resultado de multiplicar unas cuantas veces el salario mínimo que ellos mismos aprueban para el conjunto de la población trabajadora, será difícil ver la luz al final del túnel de la conflictividad y el desacuerdo laboral y social.
Una cosa es que se puedan poner objeciones a un sistema rígidamente igualitario, en cuanto a los sueldos se refiere, ya que la experiencia demuestra que estos experimentos son poco viables. Pero de ahí a que quienes manejan la cosa pública tengan la osadía de regular salarios mínimos habiendo regulado antes sus salarios máximos (y sus correspondientes pensiones), hay un ancho trecho, un abismo que sólo se puede salvar con un elevado grado de insensibilidad y desfachatez. Y además no de forma impune: lo que se siembra medra y, por lo tanto, el ejemplo voraz de los dirigentes alienta un modelo social igualmente voraz.
La hipocresía con la que se defiende este modelo basado en desmesuradas diferencias salariales, argumentando que los salarios de los gestores y dirigentes en realidad son moderados o ajustados, en atención a su gran responsabilidad y presunta eficacia (es importante recalcar lo de presunta, a la vista de los desaciertos, cuando no autenticas tropelías y abusos de poder, que en ocasiones protagonizan), no consigue ocultar la falta de empatía y el exceso de interés personal de sus defensores, que naturalmente son aquellos que están en la posición privilegiada de beneficiarse de estas grandes asimetrías salariales.
Cuanto antes se decidan los distintos líderes sociales a incorporar a sus agendas el ejercicio de esta nueva docencia, antes se atenuará esta general obsesión social por la escalada retributiva. O quizás no... pero entonces al menos no se podrá argumentar que ha sido promovida por las personas encargadas de la gestión pública. Como mínimo, serán inocentes de este modelo social insolidario y egoísta, en el que prima el interés personal por escalar socialmente y el olvido de aquellos que viven condenados a un estado crónico de precariedad. Dos aspectos o actitudes que son de mal armonizar con lo que nos propone el primer artículo de la Declaración Universal: que todos los seres humanos nos tratemos fraternalmente.
Una cosa es que se puedan poner objeciones a un sistema rígidamente igualitario, en cuanto a los sueldos se refiere, ya que la experiencia demuestra que estos experimentos son poco viables. Pero de ahí a que quienes manejan la cosa pública tengan la osadía de regular salarios mínimos habiendo regulado antes sus salarios máximos (y sus correspondientes pensiones), hay un ancho trecho, un abismo que sólo se puede salvar con un elevado grado de insensibilidad y desfachatez. Y además no de forma impune: lo que se siembra medra y, por lo tanto, el ejemplo voraz de los dirigentes alienta un modelo social igualmente voraz.
La hipocresía con la que se defiende este modelo basado en desmesuradas diferencias salariales, argumentando que los salarios de los gestores y dirigentes en realidad son moderados o ajustados, en atención a su gran responsabilidad y presunta eficacia (es importante recalcar lo de presunta, a la vista de los desaciertos, cuando no autenticas tropelías y abusos de poder, que en ocasiones protagonizan), no consigue ocultar la falta de empatía y el exceso de interés personal de sus defensores, que naturalmente son aquellos que están en la posición privilegiada de beneficiarse de estas grandes asimetrías salariales.
Cuanto antes se decidan los distintos líderes sociales a incorporar a sus agendas el ejercicio de esta nueva docencia, antes se atenuará esta general obsesión social por la escalada retributiva. O quizás no... pero entonces al menos no se podrá argumentar que ha sido promovida por las personas encargadas de la gestión pública. Como mínimo, serán inocentes de este modelo social insolidario y egoísta, en el que prima el interés personal por escalar socialmente y el olvido de aquellos que viven condenados a un estado crónico de precariedad. Dos aspectos o actitudes que son de mal armonizar con lo que nos propone el primer artículo de la Declaración Universal: que todos los seres humanos nos tratemos fraternalmente.
04 diciembre 2008
Derecho a la propiedad - 4 (OMG)
Durante milenios, generaciones y generaciones de agricultores y ganaderos han ido seleccionando y mejorando las semillas y los animales reproductores, con la finalidad de conseguir un mayor rendimiento en las cosechas, una mayor productividad de sus rebaños. De estos esfuerzos, se ha beneficiado toda la humanidad: los resultados de sus mejoras se han ido difundiendo sin límites.
Muy recientemente, a las técnicas clásicas de selección de las hibridaciones espontaneas o provocadas se ha añadido la manipulación genética. Sus defensores, és decir, las empresas comerciales que controlan esta nueva tecnología, no han cejado hasta que han conseguido que las leyes respalden sus intereses.
Las semillas y los animales mejorados genéticamente ya no son de libre distribución y reproducción, como lo habían sido todas las semillas y animales a lo largo de toda la historia. Hasta el punto que se puede penalizar a quienes los utilicen sin abonar las tasas correspondientes que las nuevas legislaciones autorizan a cobrar a los propietarios de las patentes.
De la misma forma que los ejércitos victoriosos ampliaban su derecho a la propiedad usurpando las propiedades de los pueblos vencidos, en la actualidad los ejércitos de las multinacionales agroalimentarias, protegidos legalmente por los organismos internacionales y algunas legislaciones nacionales, van ampliando sus territorios, a costa de ir recortando la autonomía de los campesinos. Con un claro objetivo: conseguir el mayor porcentaje del comercio agroalimentario, y aspirando secretamente a alcanzar el monopolio. No es imposible: sólo depende de la legislación que se vaya creando. O de la que se vaya revocando; por ejemplo, si lo que se quiere es revertir esta peligrosa tendencia que recientemente se ha iniciado.
Una legislación no se justifica por el mero hecho de haber sido aprobada y estar operativa. Ha de ser también éticamente justificable (por ejemplo, que cumpla los imperativos categóricos formulados por Kant), ya que en caso contrario no tiene sentido su vigencia y ha de ser modificada, derogada o sustituida. El caso de la pantentabilidad de los organismos vivos en general, y en concreto los modificados genéticamente, no parece que sea ninguna opción que beneficie al conjunto de la humanidad, al contrario de los esfuerzos acumulados durante milenios por campesinos y ganaderos anónimos, mejorando sus vidas y al mismo tiempo acumulando unos recursos de los que ahora todos nos beneficiamos.
Muy recientemente, a las técnicas clásicas de selección de las hibridaciones espontaneas o provocadas se ha añadido la manipulación genética. Sus defensores, és decir, las empresas comerciales que controlan esta nueva tecnología, no han cejado hasta que han conseguido que las leyes respalden sus intereses.
Las semillas y los animales mejorados genéticamente ya no son de libre distribución y reproducción, como lo habían sido todas las semillas y animales a lo largo de toda la historia. Hasta el punto que se puede penalizar a quienes los utilicen sin abonar las tasas correspondientes que las nuevas legislaciones autorizan a cobrar a los propietarios de las patentes.
De la misma forma que los ejércitos victoriosos ampliaban su derecho a la propiedad usurpando las propiedades de los pueblos vencidos, en la actualidad los ejércitos de las multinacionales agroalimentarias, protegidos legalmente por los organismos internacionales y algunas legislaciones nacionales, van ampliando sus territorios, a costa de ir recortando la autonomía de los campesinos. Con un claro objetivo: conseguir el mayor porcentaje del comercio agroalimentario, y aspirando secretamente a alcanzar el monopolio. No es imposible: sólo depende de la legislación que se vaya creando. O de la que se vaya revocando; por ejemplo, si lo que se quiere es revertir esta peligrosa tendencia que recientemente se ha iniciado.
Una legislación no se justifica por el mero hecho de haber sido aprobada y estar operativa. Ha de ser también éticamente justificable (por ejemplo, que cumpla los imperativos categóricos formulados por Kant), ya que en caso contrario no tiene sentido su vigencia y ha de ser modificada, derogada o sustituida. El caso de la pantentabilidad de los organismos vivos en general, y en concreto los modificados genéticamente, no parece que sea ninguna opción que beneficie al conjunto de la humanidad, al contrario de los esfuerzos acumulados durante milenios por campesinos y ganaderos anónimos, mejorando sus vidas y al mismo tiempo acumulando unos recursos de los que ahora todos nos beneficiamos.
Derecho a la propiedad - 3
El derecho a la propiedad es un derecho "fronterizo": nuestro derecho a la propiedad está condicionado, limitado, por el derecho a la propiedad de nuestros semejantes. Es una situación que tiene tendencia a generar discrepancias y problemas, como en las películas del Oeste: en las fronteras siempre se producen conflictos, en la medida que el ser humano tiene una propensión expansionista que le hace proclive a pisotear los intereses ajenos.
Por ello, como todos los otros derechos, el derecho a la propiedad se regula, con la finalidad de facilitar la convivencia. Algo que, como es natural, implica establecer unos límites, lo que se puede hacer de formas distintas: consensuándolos, acordándolos por mayorías más o menos cualificadas, o imponiéndolos por la fuerza. Las tres alternativas pueden ser legales, en la medida que la legalidad, las leyes, como los mismos derechos, son invenciones humanas. Pero sin duda son legalidades representativas de sociedades muy distintas: de una sociedad dialogante i empática a ultranza, de una sociedad con distintos grados de democracia o de una sociedad autoritaria y dictatorial.
El derecho a la propiedad es un derecho "elástico": al igual que las fronteras de los países, los límites de la propiedad no son absolutos, son circunstanciales, móviles, incluso arbitrarios. De la misma forma que una guerra puede modificar una frontera, también se pueden modificar por la fuerza las fronteras del derecho a la propiedad, imponiendo nuevos límites (acortándolos para unos y ensanchándolos para otros).
En las democracias griegas el derecho a la propiedad de los hombres libres incluía el derecho a tener esclavos, sobre los que se tenían todos los derechos, incluso el de la vida, a la vez que a ellos no se les reconocía ninguno. Algo que, por otro lado, era habitual en todas las culturas de la antigüedad, el único rasgo diferencial era que en aquel caso se daba en una sociedad parcialmente democrática. A su vez, las mujeres y los niños no estaban en una posición mucho mejor que los esclavos, tal como nos recuerda la figura del pater familias romano, una figura que, también en este caso, tenía como único rasgo diferencial que sus potestades estaban recogidas en la minuciosa legislación romana: al margen de este detalle, el poder absoluto del hombre sobre las mujeres y los niños era lo habitual en aquellas culturas.
Los ejemplos pueden ser muchos. A menudo con un agravante: muchas de estas situaciones, más o menos patentes o camufladas, perviven en la actualidad: siguen existiendo formas de esclavitud (el más grave atentado al derecho a la propiedad, la negación de poseerse a si mismo), el dominio de los hombres sobre las mujeres sigue siendo una pesada losa de la que en mayor o menor medida no se libra ninguna sociedad...
O por poner otro ejemplo. En la antigüedad los ejércitos invadían territorios ajenos y se los apropiaban, incluidos todos sus bienes y personas, amparándose en el derecho de conquista. Algo que no ha pasado definitivamente a la historia, en la medida que se siguen produciendo vergonzosas guerras expansionistas, con las consiguientes usurpaciones de propiedades ajenas: territorios, recursos naturales...
El derecho a la propiedad a menudo ve como sus límites se siguen desplazando en función de los intereses de aquellos que precisamente están en la situación de poderlos hacer valer ejerciendo su influencia. De aquellos que tiene la sartén del poder por el mago, con la que, cuando no les sirven los argumentos, amenazan y sacuden sin contemplaciones a aquellos a los que quieren recortar y usurpar sus legítimos derechos. Y decimos legítimos (teniendo en cuenta que antes hemos afirmado que los derechos son invenciones humanas, y por lo tanto hasta cierto punto arbitrarias), en la medida que son derechos mucho más básicos, en ocasiones imprescindibles para garantizar la propia supervivencia, mientras que los derechos esgrimidos por los poderosos suelen tener como único objetivo defender sus privilegios, sus intereses políticos o comerciales, su influencia, sus beneficios, sus ganancias. Realimentando, aumentando y perpetuando así de forma constante el dominio de los fuertes sobre los débiles. Algo apuesto a lo que proclama el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando afirma que "todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos", o cuando, en los distintos derechos de contenido económico y social proclama el derecho a una vida digna: a la alimentación, a la sanidad, a la educación, a la vivienda... A todos aquellos derechos que es imposible satisfacer sin los correspondientes recursos materiales.
Por ello, como todos los otros derechos, el derecho a la propiedad se regula, con la finalidad de facilitar la convivencia. Algo que, como es natural, implica establecer unos límites, lo que se puede hacer de formas distintas: consensuándolos, acordándolos por mayorías más o menos cualificadas, o imponiéndolos por la fuerza. Las tres alternativas pueden ser legales, en la medida que la legalidad, las leyes, como los mismos derechos, son invenciones humanas. Pero sin duda son legalidades representativas de sociedades muy distintas: de una sociedad dialogante i empática a ultranza, de una sociedad con distintos grados de democracia o de una sociedad autoritaria y dictatorial.
El derecho a la propiedad es un derecho "elástico": al igual que las fronteras de los países, los límites de la propiedad no son absolutos, son circunstanciales, móviles, incluso arbitrarios. De la misma forma que una guerra puede modificar una frontera, también se pueden modificar por la fuerza las fronteras del derecho a la propiedad, imponiendo nuevos límites (acortándolos para unos y ensanchándolos para otros).
En las democracias griegas el derecho a la propiedad de los hombres libres incluía el derecho a tener esclavos, sobre los que se tenían todos los derechos, incluso el de la vida, a la vez que a ellos no se les reconocía ninguno. Algo que, por otro lado, era habitual en todas las culturas de la antigüedad, el único rasgo diferencial era que en aquel caso se daba en una sociedad parcialmente democrática. A su vez, las mujeres y los niños no estaban en una posición mucho mejor que los esclavos, tal como nos recuerda la figura del pater familias romano, una figura que, también en este caso, tenía como único rasgo diferencial que sus potestades estaban recogidas en la minuciosa legislación romana: al margen de este detalle, el poder absoluto del hombre sobre las mujeres y los niños era lo habitual en aquellas culturas.
Los ejemplos pueden ser muchos. A menudo con un agravante: muchas de estas situaciones, más o menos patentes o camufladas, perviven en la actualidad: siguen existiendo formas de esclavitud (el más grave atentado al derecho a la propiedad, la negación de poseerse a si mismo), el dominio de los hombres sobre las mujeres sigue siendo una pesada losa de la que en mayor o menor medida no se libra ninguna sociedad...
O por poner otro ejemplo. En la antigüedad los ejércitos invadían territorios ajenos y se los apropiaban, incluidos todos sus bienes y personas, amparándose en el derecho de conquista. Algo que no ha pasado definitivamente a la historia, en la medida que se siguen produciendo vergonzosas guerras expansionistas, con las consiguientes usurpaciones de propiedades ajenas: territorios, recursos naturales...
El derecho a la propiedad a menudo ve como sus límites se siguen desplazando en función de los intereses de aquellos que precisamente están en la situación de poderlos hacer valer ejerciendo su influencia. De aquellos que tiene la sartén del poder por el mago, con la que, cuando no les sirven los argumentos, amenazan y sacuden sin contemplaciones a aquellos a los que quieren recortar y usurpar sus legítimos derechos. Y decimos legítimos (teniendo en cuenta que antes hemos afirmado que los derechos son invenciones humanas, y por lo tanto hasta cierto punto arbitrarias), en la medida que son derechos mucho más básicos, en ocasiones imprescindibles para garantizar la propia supervivencia, mientras que los derechos esgrimidos por los poderosos suelen tener como único objetivo defender sus privilegios, sus intereses políticos o comerciales, su influencia, sus beneficios, sus ganancias. Realimentando, aumentando y perpetuando así de forma constante el dominio de los fuertes sobre los débiles. Algo apuesto a lo que proclama el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando afirma que "todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos", o cuando, en los distintos derechos de contenido económico y social proclama el derecho a una vida digna: a la alimentación, a la sanidad, a la educación, a la vivienda... A todos aquellos derechos que es imposible satisfacer sin los correspondientes recursos materiales.
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