El derecho a la propiedad es un derecho "fronterizo": nuestro derecho a la propiedad está condicionado, limitado, por el derecho a la propiedad de nuestros semejantes. Es una situación que tiene tendencia a generar discrepancias y problemas, como en las películas del Oeste: en las fronteras siempre se producen conflictos, en la medida que el ser humano tiene una propensión expansionista que le hace proclive a pisotear los intereses ajenos.
Por ello, como todos los otros derechos, el derecho a la propiedad se regula, con la finalidad de facilitar la convivencia. Algo que, como es natural, implica establecer unos límites, lo que se puede hacer de formas distintas: consensuándolos, acordándolos por mayorías más o menos cualificadas, o imponiéndolos por la fuerza. Las tres alternativas pueden ser legales, en la medida que la legalidad, las leyes, como los mismos derechos, son invenciones humanas. Pero sin duda son legalidades representativas de sociedades muy distintas: de una sociedad dialogante i empática a ultranza, de una sociedad con distintos grados de democracia o de una sociedad autoritaria y dictatorial.
El derecho a la propiedad es un derecho "elástico": al igual que las fronteras de los países, los límites de la propiedad no son absolutos, son circunstanciales, móviles, incluso arbitrarios. De la misma forma que una guerra puede modificar una frontera, también se pueden modificar por la fuerza las fronteras del derecho a la propiedad, imponiendo nuevos límites (acortándolos para unos y ensanchándolos para otros).
En las democracias griegas el derecho a la propiedad de los hombres libres incluía el derecho a tener esclavos, sobre los que se tenían todos los derechos, incluso el de la vida, a la vez que a ellos no se les reconocía ninguno. Algo que, por otro lado, era habitual en todas las culturas de la antigüedad, el único rasgo diferencial era que en aquel caso se daba en una sociedad parcialmente democrática. A su vez, las mujeres y los niños no estaban en una posición mucho mejor que los esclavos, tal como nos recuerda la figura del pater familias romano, una figura que, también en este caso, tenía como único rasgo diferencial que sus potestades estaban recogidas en la minuciosa legislación romana: al margen de este detalle, el poder absoluto del hombre sobre las mujeres y los niños era lo habitual en aquellas culturas.
Los ejemplos pueden ser muchos. A menudo con un agravante: muchas de estas situaciones, más o menos patentes o camufladas, perviven en la actualidad: siguen existiendo formas de esclavitud (el más grave atentado al derecho a la propiedad, la negación de poseerse a si mismo), el dominio de los hombres sobre las mujeres sigue siendo una pesada losa de la que en mayor o menor medida no se libra ninguna sociedad...
O por poner otro ejemplo. En la antigüedad los ejércitos invadían territorios ajenos y se los apropiaban, incluidos todos sus bienes y personas, amparándose en el derecho de conquista. Algo que no ha pasado definitivamente a la historia, en la medida que se siguen produciendo vergonzosas guerras expansionistas, con las consiguientes usurpaciones de propiedades ajenas: territorios, recursos naturales...
El derecho a la propiedad a menudo ve como sus límites se siguen desplazando en función de los intereses de aquellos que precisamente están en la situación de poderlos hacer valer ejerciendo su influencia. De aquellos que tiene la sartén del poder por el mago, con la que, cuando no les sirven los argumentos, amenazan y sacuden sin contemplaciones a aquellos a los que quieren recortar y usurpar sus legítimos derechos. Y decimos legítimos (teniendo en cuenta que antes hemos afirmado que los derechos son invenciones humanas, y por lo tanto hasta cierto punto arbitrarias), en la medida que son derechos mucho más básicos, en ocasiones imprescindibles para garantizar la propia supervivencia, mientras que los derechos esgrimidos por los poderosos suelen tener como único objetivo defender sus privilegios, sus intereses políticos o comerciales, su influencia, sus beneficios, sus ganancias. Realimentando, aumentando y perpetuando así de forma constante el dominio de los fuertes sobre los débiles. Algo apuesto a lo que proclama el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando afirma que "todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos", o cuando, en los distintos derechos de contenido económico y social proclama el derecho a una vida digna: a la alimentación, a la sanidad, a la educación, a la vivienda... A todos aquellos derechos que es imposible satisfacer sin los correspondientes recursos materiales.