De vez en cuando es de justicia recordarlo, sería de una cicatería miserable silenciarlo: hay que agradecerle al señor Rouco Varela, de profesión arzobispo de Madrid, a él y a algunos de sus más fieles y entusiastas acólitos, que cada vez que abren la boca contribuyan a alejar al conjunto de la ciudadanía de la influencia de la Iglesia. Con su entusiasta locuacidad, cada vez es más innecesaria la militancia y el apostolado anticlerical (en el sentido de rechazar la influencia excesiva del clero en los asuntos políticos): ellos lo llevan a cabo mucho mejor, de forma mucho más efectiva y rotunda. Con sus periódicas andanadas impregnadas de dogmatismos trasnochados, dejan en el lugar que le corresponde la institución que representan.
Con su tenacidad y constancia, cada día que pasa refuerzan el alejamiento del conjunto de la sociedad de la influencia de la jerarquía de la Iglesia católica. Un proceso necesario y depurativo que ellos quieren impedir a toda costa, argumentando descaradamente que las sociedades sin dios están abocadas a la barbarie, olvidando que muchas personas que no creen en ninguna divinidad viven vidas mucho más ejemplares que las suyas. Además, incluso entre los creyentes, se consideran los únicos interpretes legítimos de la voluntad divina. Y desde esta exclusividad que se otorgan, no tienen reparos en defender valores considerados contravalores por las modernas sociedades democráticas (como sus actitudes relativas a la condición y los derechos de las mujeres y las minorías sexuales).
Deberían repasar con un poco de humildad las reflexiones éticas de un personaje, al parecer histórico, llamado Jesús de Nazaret. Quizás les serían de utilidad.