Convencer a una persona aficionada a los toros de que su distracción y su placer como espectadora implica la brutal tortura de un animal criado sólo para finalmente ser sacrificado en el ruedo es una tarea imposible. Normalmente, es un diálogo de sordos. La persona que siente empatía por el toro y padece con su sufrimiento habla un idioma que no entiende quien goza con lo que considera un arte noble, una elevada expresión artística, una maravillosa tradición cultural. Una persona que a su vez siente que su postura taurina, su goce estético y su justificación del toreo es absolutamente incomprendida por su oponente dialéctico, al que a menudo suele considerar un ignorante, un inculto, alguien de una sensibilidad endeble y enfermiza.
Quizás la palabra clave es la empatía. Dudar de que la emergencia de la empatía ha sido uno de los aspectos fundamentales que han permitido el proceso de humanización parece que está fuera de lugar. Y ahondando en esta característica, no parece muy aventurado argumentar que la extensión de este sentimiento de empatía es una forma de afianzar y refinar este proceso evolutivo. Un proceso que, de forma progresiva, nos ha llevado a una humanización marcada, entre otras características, por una sensibilidad más acusada hacia el dolor y el sufrimiento de aquellos que nos rodean. En primer lugar los seres humanos, pero no de forma exclusiva.
En la actualidad muchos seres humanos siguen padeciendo vejaciones, malos tratos y torturas a manos de personas con una capacidad de empatía sin duda atrofiada. Frenar e intentar erradicar estas situaciones sin duda debería ser la mayor prioridad de la humanidad.
Pero no somos los únicos seres sensibles y capaces de sufrir, y por lo tanto dignos de compasión. Compartimos estas características, la capacidad de padecer, de sentir dolor, con otros seres vivos. Y es probable que la insensibilidad hacia el sufrimiento de los animales no humanos con los que convivimos o compartimos la existencia no sea precisamente ninguna ayuda si lo que pretendemos es evolucionar como personas, orientándonos hacia una forma de ser humanos cada vez más pacífica y solidaria. Una forma de ser humanos en la que el dolor gratuito y evitable de los seres sensibles (humanos o no), sea sólo un recuerdo del pasado, de tiempos bárbaros y violentos por fortuna superados. Un proyecto en el que por otro lado los aliados en ocasiones son dudosos: existen algunas personas con una gran sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales, pero que al mismo tiempo, y de forma sorprendente, mantiene actitudes de una gran insensibilidad hacia el sufrimiento de las personas. Es algo que entristece y deslienta.
Humanizarse es un proceso dinámico, abierto, por definición inacabado. Su orientación depende de nosotros, del modelo que queramos inventarnos y promover como ideal. Entre la barbarie y los distintos modelos y grados de empatía, no parece tan mala opción preferir un modelo en el que las personas no se vean sometidas a torturas ni vejaciones. Un modelo que al mismo tiempo tenga en cuenta y evite en la medida de lo posible el sufrimiento de los animales no humanos, en el que no tengan cabida las distintas costumbres, tradiciones o prácticas asociadas al ocio o a la explotación comercial en las que los animales son maltratados y sufren. En el que sean inimaginables, por ejemplo, espectáculos como los de las corridas de toros.