Mientras los políticos se asignen sueldos equivalentes al resultado de multiplicar unas cuantas veces el salario mínimo que ellos mismos aprueban para el conjunto de la población trabajadora, será difícil ver la luz al final del túnel de la conflictividad y el desacuerdo laboral y social.
Una cosa es que se puedan poner objeciones a un sistema rígidamente igualitario, en cuanto a los sueldos se refiere, ya que la experiencia demuestra que estos experimentos son poco viables. Pero de ahí a que quienes manejan la cosa pública tengan la osadía de regular salarios mínimos habiendo regulado antes sus salarios máximos (y sus correspondientes pensiones), hay un ancho trecho, un abismo que sólo se puede salvar con un elevado grado de insensibilidad y desfachatez. Y además no de forma impune: lo que se siembra medra y, por lo tanto, el ejemplo voraz de los dirigentes alienta un modelo social igualmente voraz.
La hipocresía con la que se defiende este modelo basado en desmesuradas diferencias salariales, argumentando que los salarios de los gestores y dirigentes en realidad son moderados o ajustados, en atención a su gran responsabilidad y presunta eficacia (es importante recalcar lo de presunta, a la vista de los desaciertos, cuando no autenticas tropelías y abusos de poder, que en ocasiones protagonizan), no consigue ocultar la falta de empatía y el exceso de interés personal de sus defensores, que naturalmente son aquellos que están en la posición privilegiada de beneficiarse de estas grandes asimetrías salariales.
Cuanto antes se decidan los distintos líderes sociales a incorporar a sus agendas el ejercicio de esta nueva docencia, antes se atenuará esta general obsesión social por la escalada retributiva. O quizás no... pero entonces al menos no se podrá argumentar que ha sido promovida por las personas encargadas de la gestión pública. Como mínimo, serán inocentes de este modelo social insolidario y egoísta, en el que prima el interés personal por escalar socialmente y el olvido de aquellos que viven condenados a un estado crónico de precariedad. Dos aspectos o actitudes que son de mal armonizar con lo que nos propone el primer artículo de la Declaración Universal: que todos los seres humanos nos tratemos fraternalmente.