Entendemos por seres humanos los seres vivos con un determinado código genético común.
Si este código genético común requerido fuera más elevado, no todos los seres humanos quedaríamos incluidos "dentro de la humanidad": en función de los criterios de pertenencia establecidos, algunos individuos quedarían fuera. Sin tener mapas del genoma, era lo que se proponían los nazis con su exaltación de los rasgos arios.
En sentido contrario, si el código genético común requerido fuera más reducido, podríamos incluir "dentro de la humanidad", por decirlo de alguna manera, seres vivos que no fueran humanos (por ejemplo, en primer lugar, teniendo en cuenta la similitud genética, algunos primates).
Hemos acordado que por el hecho de ser poseedores de este código genético común que nos caracteriza, además nos reconocemos mutuamente como sujetos de derechos ("sin distinción alguna de raza, color, sexo...", artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Nos reconocemos como seres humanos y como sujetos de derechos con independencia tanto de nuestro comportamiento como de nuestras particularidades psíquicas, emocionales, intelectuales y físicas, temporales o permanentes. Por ejemplo, somos seres humanos y sujetos de derechos tanto si somos psicópatas, asesinos en serie sin ninguna empatía, como si somos cuerpos postrados en coma, con un deterioro cerebral grave e irreversible, con una vida meramente vegetativa. En los dos casos, somos sujetos de derechos, unos derechos que además hemos acordado que son inalienables, irrenunciables e imprescriptibles.
Llegar a este acuerdo (sólo cuestionado por las ideologías racistas, misóginas u homófobas, por desgracia todavía demasiado presentes en nuestras sociedades), ha supuesto una larga lucha, sólo culminada en el ámbito teórico con la Declaración Universal de 1948 (en el ámbito práctico queda todavía mucho trecho por recorrer).
Este acuerdo marca una frontera: la que separa los seres vivos merecedores de determinados derechos (los humanos), del resto de los seres vivos. Los primeros cuentan entre sus derechos con el derecho a la libertad, a no ser sometidos a la esclavitud o a no ser torturados, mientras los segundos no tienen cartilla de derechos.
Para delimitar esta frontera nos hemos basado, tal como hemos expuesto anteriormente, en un detalle muy concreto, biológico: el grado de igualdad del código genético. Sin tener en cuenta otros posibles referentes. Por ejemplo, aquellos que contemplen la capacidad de empatía, de gozo o de sufrimiento de un ser vivo, unas capacidades que, en algunos casos, tienen más desarrolladas algunos animales no humanos que algunos seres humanos (recuérdense los dos ejemplos extremos anteriores, el del psicópata y el del coma profundo irreversible, y lo que afirman recientes estudios sobre los grandes simios o los delfines).
¿La particularidad de nuestra parte de genoma no compartida con otros seres vivos justifica la radical separación que establecemos con ellos? Está claro que es difícil que podamos sentirnos orgullosos de nuestro progreso como humanidad mientras sigamos permitiendo, como ocurre en la actualidad, que millones de personas vean vulnerados sus derechos (políticos, económicos o sociales). Pero al mismo tiempo, ¿podemos también prosperar como humanidad ignorando el sufrimiento, a menudo estúpido y fácilmente evitable, al que sometemos a muchos seres vivos no sólo capaces de alegrarse y de gozar, sino también, y paralelamente, capaces de sufrir y de desesperarse a causa de la forma como los tratamos?