Una cosa es que alguien cobre a cambio de ofrecer sus favores sexuales y otra es que a esta transacción se pretenda considerarla un trabajo como otro cualquiera. Una sociedad liberal difícilmente puede pretender impedir lo primero, entre otras razones porque entrar en el fondo de este tipo de relaciones implicaría también pisar el terreno de las características de muchas relaciones matrimoniales, como muy bien argumentan las personas que defienden el derecho al libre ejercicio de la prostitución y su consideración como una actividad laboral más. Es en la segunda parte de la reivindicación, cuando estas personas pretenden unir de forma indisoluble la consideración de trabajo al libre ejercicio de sus intercambios remunerados de sexo, cuando yerran.
De acuerdo que es arriesgado entrar en los distintos tipos de casos y relaciones dentro de las que se producen, de alguna forma, intercambios de sexo y de dinero. Pero de ahí a deducir que la prostitución debería ser considerada un trabajo más, media un abismo. El mismo abismo (siguiendo la argumentación de las personas que defienden la consideración de la prostitución como un trabajo), que existiría en el caso de que las mujeres que en el contexto de sus relaciones matrimoniales intercambian sexo por dinero con sus parejas reivindicaran, basándose precisamente en el carácter remunerado de sus favores sexuales (cobrados en especies, en dinero contante y sonante o de la forma que sea), su condición de trabajadoras y, por extensión, los correspondientes derechos.