Si un día compartimos con alguien el momento de la salida del sol sin duda coincidiremos en que el sol está efectivamente saliendo, en que es rojo y redondo y en que sigue un movimiento ascendente.
Si la misma escena la evocamos posteriormente, e intentamos hacer una descripción detallada de los colores del horizonte, de la duración del tránsito del rojo al blanco deslumbrante, del aire que soplaba, la temperatura que hacía, los olores de la mañana, etc., es muy posible que las descripciones, sobre todo cuanto más detalladas sean, no coincidan plenamente, o que con relación a algún aspecto sean incluso contradictorias.
Nuestros sentidos son sólo relativamente fiables, y además las informaciones presuntamente objetivas que nos proporcionan se concretan en nuestra mente condicionadas por el historial emocional de cada cual, lo que todavía complica más el intento de llegar a una coincidencia absoluta acerca de un hecho determinado. Todos estamos sujetos a estas limitaciones, también las personas presuntamente más racionales, emocionalmente equilibradas, observadoras y objetivas.
La percepción de la realidad no es uniforme. En tanto que construcción que realiza la mente a partir de la información captada por los distintos sentidos, en cada uno de nosotros se concreta de formas distintas, parecidas pero no del todo coincidentes. No obstante, a pesar de todas estas limitaciones, en general somos capaces de llegar a consensos y compartir con la gente que nos rodea conceptos, ideas, visiones del mundo en el que vivimos. Por un lado tenemos unas limitaciones perceptivas y por otro la capacidad de relativizarlas. Así, nuestras limitaciones no nos impiden organizar sociedades complejas, con sus múltiples relaciones personales y colectivas, tejidas a base de distintas expectativas, actos, normas, compromisos... Y cuando surgen discrepancias, disponemos de distintos niveles y estrategias de resolución de conflictos, que en los casos más severos se dirimen en el ámbito judicial.
Toda esta larga exposición viene motivada por la necesidad de poner de manifiesto el peligro que representa para cualquier proyecto de convivencia no albergar la más mínima duda acerca de las propias opiniones o percepciones de la realidad. Cuando esta postura es mayoritaria entre los miembros de una sociedad, se hace muy difícil la convivencia, ya que esta seguridad impide reconocer tanto las limitaciones de los propios juicios y apreciaciones como la parte de verdad y razón de los juicios ajenos.
Tener la absoluta seguridad de algo es racionalmente poco sensato y estratégicamente poco constructivo. Opinar sin dudar, además de poco inteligente, es una medida infalible para dinamitar cualquier relación de convivencia, ya sea personal, grupal o entre naciones.