La globalización es un hecho imparable. Lleva implícitos distintos peligros, pero también oportunidades: hoy en día, el dilema no se debe plantear entre el rechazo o la aceptación de la globalización, sino con relación al tipo de globalización que queremos. Por ejemplo, desde el ámbito fundamental de los derechos humanos nos podemos formular la siguiente pregunta: ¿queremos un mundo en el cual el respecto de los derechos humanos se haya globalizado, o uno en el que se haya globalizado la subordinación de estos derechos a determinados intereses?
En el ámbito de las relaciones económicas, directamente relacionado con muchos derechos humanos, nos podemos hacer la misma pregunta: ¿qué tipo de globalización queremos, la que favorece los intereses de las grandes multinacionales? ¿O queremos una globalización que favorezca los intereses de la mayoría de la población mundial, con una atención especial a los sectores más desfavorecidos?
Desde mediados del siglo XX, el poder emergente de las grandes empresas ha hecho que organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, dedicadas inicialmente a investigar sólo las denuncias de las violaciones de los derechos humanos cometidos por el estados, hayan focalizado también su atención sobre estas grandes empresas.
"Las empresas pueden violar los derechos humanos (...) por la manera como sus procesos de producción repercuten en los trabajadores, las comunidades y el medio ambiente, por la interferencia que pueden producir en el acceso de muchas personas a bienes básicos (...)."
www.es.amnesty.org/temas/empresas
Volvamos al principio. ¿Qué tipo de globalización deseamos? Conocemos la que desean e intentan implantar las grandes empresas: quieren una globalización que permita la expansión, sin obstáculos, de sus actividades económicas. Para ellas, las eventuales consideraciones sociales o medioambientales, en el mejor de los casos, son sólo incorporadas como elementos estratégicos, supeditas al objetivo final, la obtención de los máximos beneficios económicos. Representan sin duda una de las peores facetas del proceso de globalización existente.
Así que, si no nos satisfacen sus intenciones, hay que habilitar los mecanismos sociales necesarios para que la pequeña elite mundial que controla estas grandes empresas se vea obligada a supeditar sus iniciativas al escrupuloso respeto de los derechos humanos de todas las personas que, de distintas maneras, directas o indirectas, se ven afectadas por sus decisiones.
29 julio 2008
Derechos y deberes -2
Quizás pueda existir una moral de los derechos humanos en la que no se incluya ninguna referencia a los deberes humanos. Pero lo que no resistiría nunca dicha moral sería un mínimo análisis ético. Es decir, si definimos la ética como el estudio filosófico o razonado de la moral, es obvio que un estudio de este tipo hallará insalvables incoherencias en una moral de derechos que no incluya deberes.
Una moral de derechos sin deberes sólo resistiría un análisis ético si se diera el caso que existiera "una gran e inagotable despensa de derechos", de la que todos los seres humanos pudieran ir extrayendo los recursos o las garantías necesarios para satisfacer aquellos derechos que les apetecieran o que consideraran que se merecen.
Pero esta despensa mágica no existe, y de la misma forma que los derechos nos los hemos inventado, también hemos de asumir que nos hemos de inventar la forma de satisfacerlos. Es decir, sin la asunción de los correspondientes deberes que permitan garantizar los derechos (asegurando la no injerencia intrusiva en unos casos, el acceso a determinados recursos en otros, etc.), las declaraciones de derechos son meras declaraciones de intenciones. Sin duda hermosas, pero éticamente inconsistentes y estériles en la práctica.
Una moral de derechos sin deberes sólo resistiría un análisis ético si se diera el caso que existiera "una gran e inagotable despensa de derechos", de la que todos los seres humanos pudieran ir extrayendo los recursos o las garantías necesarios para satisfacer aquellos derechos que les apetecieran o que consideraran que se merecen.
Pero esta despensa mágica no existe, y de la misma forma que los derechos nos los hemos inventado, también hemos de asumir que nos hemos de inventar la forma de satisfacerlos. Es decir, sin la asunción de los correspondientes deberes que permitan garantizar los derechos (asegurando la no injerencia intrusiva en unos casos, el acceso a determinados recursos en otros, etc.), las declaraciones de derechos son meras declaraciones de intenciones. Sin duda hermosas, pero éticamente inconsistentes y estériles en la práctica.
28 julio 2008
(desahogos) Contra los desahogos
Sería deshonesto no reconocer la labor abnegada, silenciosa, solidaria, desinteresada y socialmente valiosísima que llevan a cabo muchas personas religiosas diseminadas por los cinco continentes. A menudo en condiciones de extrema precariedad y afrontando situaciones sociales críticas, en lugares físicamente y periodísticamente fuera de todos los mapas. Y no sólo en el llamado tercer mundo, también en el cuarto mundo que en ocasiones tenemos a la vuelta de la esquina.
Lo que ocurre es que estas personas admirables forman parte de una Iglesia que como institución no merece los elogios que se merecen ellas. Una Iglesia las altas jerarquías de la cual a menudo hace todo lo posible para ganarse no sólo la antipatía, sino también la mayor repulsa y animadversión: a causa de su prepotència, de su fasto, de su connivencia con los poderosos, de su clericalismo, de su moral inmoral en ámbitos como la homofobia, la misoginia, la anticoncepción, etc.
A los primeros, todo el reconocimiento, a los segundos, mientras no se enmienden (y llevan siglos reincidiendo), "ni agua". La beligerancia que se merecen además se basa en el pleno convencimiento de que tratarlos de esta forma es una actitud justa y coherente con una la labor global en defensa de los derechos humanos. Unos derechos humanos que, tal como ellos dicen y llevan razón (pero no asimilan), se inspiran en lo mejor de las enseñanzas de los Evangelios
Lo que ocurre es que estas personas admirables forman parte de una Iglesia que como institución no merece los elogios que se merecen ellas. Una Iglesia las altas jerarquías de la cual a menudo hace todo lo posible para ganarse no sólo la antipatía, sino también la mayor repulsa y animadversión: a causa de su prepotència, de su fasto, de su connivencia con los poderosos, de su clericalismo, de su moral inmoral en ámbitos como la homofobia, la misoginia, la anticoncepción, etc.
A los primeros, todo el reconocimiento, a los segundos, mientras no se enmienden (y llevan siglos reincidiendo), "ni agua". La beligerancia que se merecen además se basa en el pleno convencimiento de que tratarlos de esta forma es una actitud justa y coherente con una la labor global en defensa de los derechos humanos. Unos derechos humanos que, tal como ellos dicen y llevan razón (pero no asimilan), se inspiran en lo mejor de las enseñanzas de los Evangelios
24 julio 2008
Derecho a la vida: ¿obligación de vivir?
A los derechos humanos se les atribuyen un conjunto de características generales. Se afirma que son universales, inalienables, irrenunciables, imprescriptibles e indivisibles.
Si son irrenunciables, ¿cómo hay que interpretar el artículo tercero de la Declaración Universal, cuando proclama que "todos los seres humanos tienen derecho a la vida"? En función de su irrenunciabilidad, ¿se puede interpretar este artículo en el sentido que los seres humanos, bajo ningún concepto ni circunstancia, pueden acortar voluntariamente su vida? ¿O no tiene sentido una interpretación así, en la medida que son cosas distintas tener un derecho y el hecho de ejercerlo o no? (por ejemplo, que se tenga el derecho a salir del propio país y regresar -artículo 13- no quiere decir que se tenga la obligación de hacerlo).
Con relación al artículo tercero, queda claro que proclama el derecho a no ser víctima de agresiones homicidas, incluso el derecho a no morir a causa de la falta de los recursos materiales básicos para asegurar la supervivencia. Pero en función de la libertad proclamada en el artículo primero no se puede interpretar en ningún caso que exista una obligación por parte del interesado de ejercer dicho derecho. Otra cosa sería, como algunos en su momento pretendían, que la Declaración Universal fuera una declaración "de derechos y obligaciones", y entre las segundas se hubiera incluido esta.
Es cierto que muchas personas, religiosas o no, argumentan que la vida es sagrada y sólo puede finalizar a causa de una muerte natural o accidental, pero en ningún caso buscada. Su argumentación se basa en su propio código moral, en principio digno de todo respeto. Pero este respeto no otorga la potestad de que dicho código moral pueda ser impuesto a las personas que no lo comparten (el único código moral sobre el que se ha llegado a un consenso generalizado es el de los derechos humanos, según la versión de las Naciones Unidas de 1948).
Amparándose en la libertad proclamada en el artículo primero, hay personas que deciden dejar de ejercer el artículo tercero. No renucían al artículo tercero: sencillamente deciden no ejercerlo. Reivindican el derecho, en las circunstancias que ellos consideren oportunas, a quitarse la vida, ya sea activamente (suicidándose), o pasivamente (dejándose morir, renunciando a una alimentación o respiración asistida, etc.). Es una libertad que no se puede negar, al margen de que luego haya que reflexionar detenidamente sobre los distintos supuestos, ya que obviamente no es lo mismo decidir quitarse la vida de forma totalmente lúcida y con plenas facultades mentales, que plantearse esta alternativa estando condicionada por eventuales limitaciones físicas, mentales, materiales o sociales. En estos casos, no sólo puede ser legítima la intervención para evitar el suicidio, sino incluso obligada y, por lo tanto, en determinadas circunstancias, hasta delictiva la omisión si la intervención no se efectúa. Es importante no olvidarlo, porque de hecho, la mayoría de los intentos de suicidio no se efectúan libremente, con total lucidez, sino condicionados por alguna de estas circunstancias, o por una suma de circunstancias adversas.
Si son irrenunciables, ¿cómo hay que interpretar el artículo tercero de la Declaración Universal, cuando proclama que "todos los seres humanos tienen derecho a la vida"? En función de su irrenunciabilidad, ¿se puede interpretar este artículo en el sentido que los seres humanos, bajo ningún concepto ni circunstancia, pueden acortar voluntariamente su vida? ¿O no tiene sentido una interpretación así, en la medida que son cosas distintas tener un derecho y el hecho de ejercerlo o no? (por ejemplo, que se tenga el derecho a salir del propio país y regresar -artículo 13- no quiere decir que se tenga la obligación de hacerlo).
Con relación al artículo tercero, queda claro que proclama el derecho a no ser víctima de agresiones homicidas, incluso el derecho a no morir a causa de la falta de los recursos materiales básicos para asegurar la supervivencia. Pero en función de la libertad proclamada en el artículo primero no se puede interpretar en ningún caso que exista una obligación por parte del interesado de ejercer dicho derecho. Otra cosa sería, como algunos en su momento pretendían, que la Declaración Universal fuera una declaración "de derechos y obligaciones", y entre las segundas se hubiera incluido esta.
Es cierto que muchas personas, religiosas o no, argumentan que la vida es sagrada y sólo puede finalizar a causa de una muerte natural o accidental, pero en ningún caso buscada. Su argumentación se basa en su propio código moral, en principio digno de todo respeto. Pero este respeto no otorga la potestad de que dicho código moral pueda ser impuesto a las personas que no lo comparten (el único código moral sobre el que se ha llegado a un consenso generalizado es el de los derechos humanos, según la versión de las Naciones Unidas de 1948).
Amparándose en la libertad proclamada en el artículo primero, hay personas que deciden dejar de ejercer el artículo tercero. No renucían al artículo tercero: sencillamente deciden no ejercerlo. Reivindican el derecho, en las circunstancias que ellos consideren oportunas, a quitarse la vida, ya sea activamente (suicidándose), o pasivamente (dejándose morir, renunciando a una alimentación o respiración asistida, etc.). Es una libertad que no se puede negar, al margen de que luego haya que reflexionar detenidamente sobre los distintos supuestos, ya que obviamente no es lo mismo decidir quitarse la vida de forma totalmente lúcida y con plenas facultades mentales, que plantearse esta alternativa estando condicionada por eventuales limitaciones físicas, mentales, materiales o sociales. En estos casos, no sólo puede ser legítima la intervención para evitar el suicidio, sino incluso obligada y, por lo tanto, en determinadas circunstancias, hasta delictiva la omisión si la intervención no se efectúa. Es importante no olvidarlo, porque de hecho, la mayoría de los intentos de suicidio no se efectúan libremente, con total lucidez, sino condicionados por alguna de estas circunstancias, o por una suma de circunstancias adversas.
06 julio 2008
La felicidad - 5
De forma muy simplificada (y por lo tanto falsa, pero útil para el caso), la felicidad, la paz interior y el sosiego emocional, en las culturas orientales es el resultado de la aceptación de la realidad: "No es más feliz quién tiene lo que quiere sino quien quiere lo que tiene".
Siguiendo con las simplificaciones, en las culturas occidentales esta aspiración a la felicidad se asocia con la obtención de aquello que presuntamente la hace posible: afectos, bienes materiales, aspiraciones profesionales... Un amplio abanico de necesidades entre las que tiene una gran importancia la obtención de bienes de consumo: "Serás feliz si compras objetos, y lo serás por partida doble, por la satisfacción de comprarlos y por el valor social añadido que te otorgará el hecho de tenerlos".
Cuando el entorno es implacable en extremo (por las condiciones inclementes de la naturaleza, o a causa de una organización social opresiva), es fácil que la acrítica aceptación de la realidad se deslice hacia una apatía destructora, hacia una tristeza existencial huérfana de la imprescindible alegría de vivir. Mientras que, por otro lado, la persecución sin fin de la satisfacción de los anhelos y necesidades que nuestra mente alumbra y alimenta de forma incesante está claro que no es la receta más adecuada para conseguir la paz interior.
No existen fórmulas simples para alcanzar la felicidad, para vivir con un sentimiento de plenitud y sosiego interior. Somos seres complejos, empapados por emociones que condicionan profundamente nuestras vidas. Y también seres materialmente frágiles y dependientes de los recursos imprescindibles para poder garantizarnos la supervivencia.
Quizás una alternativa consista en aprender tanto a aceptar la realidad como en poner todo el empeño en cambiarla. Negándonos a asumir que son tareas incompatibles. Sabiendo en cada caso cual es la apuesta más sensata, o la proporción de aceptación y rebeldía más adecuada en un momento dado.
Esta paradoja, esta aparente contradicción, es una de las razones por las que no tendría sentido un eventual derecho a la felicidad. Lo que hay que garantizar son aquellos derechos y libertades que permitan iniciar la búsqueda de la felicidad. Luego, el uso que se haga de las libertades (y de las distintas herramientas emocionales y cognitivas que llevamos en la mochila), ya es otra historia.
Siguiendo con las simplificaciones, en las culturas occidentales esta aspiración a la felicidad se asocia con la obtención de aquello que presuntamente la hace posible: afectos, bienes materiales, aspiraciones profesionales... Un amplio abanico de necesidades entre las que tiene una gran importancia la obtención de bienes de consumo: "Serás feliz si compras objetos, y lo serás por partida doble, por la satisfacción de comprarlos y por el valor social añadido que te otorgará el hecho de tenerlos".
Cuando el entorno es implacable en extremo (por las condiciones inclementes de la naturaleza, o a causa de una organización social opresiva), es fácil que la acrítica aceptación de la realidad se deslice hacia una apatía destructora, hacia una tristeza existencial huérfana de la imprescindible alegría de vivir. Mientras que, por otro lado, la persecución sin fin de la satisfacción de los anhelos y necesidades que nuestra mente alumbra y alimenta de forma incesante está claro que no es la receta más adecuada para conseguir la paz interior.
No existen fórmulas simples para alcanzar la felicidad, para vivir con un sentimiento de plenitud y sosiego interior. Somos seres complejos, empapados por emociones que condicionan profundamente nuestras vidas. Y también seres materialmente frágiles y dependientes de los recursos imprescindibles para poder garantizarnos la supervivencia.
Quizás una alternativa consista en aprender tanto a aceptar la realidad como en poner todo el empeño en cambiarla. Negándonos a asumir que son tareas incompatibles. Sabiendo en cada caso cual es la apuesta más sensata, o la proporción de aceptación y rebeldía más adecuada en un momento dado.
Esta paradoja, esta aparente contradicción, es una de las razones por las que no tendría sentido un eventual derecho a la felicidad. Lo que hay que garantizar son aquellos derechos y libertades que permitan iniciar la búsqueda de la felicidad. Luego, el uso que se haga de las libertades (y de las distintas herramientas emocionales y cognitivas que llevamos en la mochila), ya es otra historia.
02 julio 2008
Cine y derechos
¿Por qué razón una sociedad (o un autor) hace un determinado tipo de películas?
¿Son películas que fomentan la reflexión o sólo pretenden entretener?
Si sólo pretenden entretener, ¿a quién beneficia, en un determinado momento histórico, que la sociedad esté entretenida, en lugar de hacerse preguntas?
¿Cuáles son los temas que se tratan y cuáles los que se evitan?
¿Son productos al servicio de la creación de determinados estados de opinión? En caso afirmativo, ¿a quién beneficia, en cada caso concreto, que un determinado estado de opinión se generalice?
¿Intentan manipular de forma sutil o grosera las emociones del público?
¿Difunden mensajes maníqueos y burdamente simplificados?
¿Refuerzan o critican actitudes homófobas, racistas, sexistas o clasistas?
La lista de preguntas que se pueden formular con relación a la producción (en un país o lugar concreto, en una época histórica concreta, en una sociedad concreta...), de una película determinada puede ser tan larga como profunda sea la curiosidad de quién se haga las interpelaciones.
Cualquier película, desde las en teoría más intrascendentes hasta las presuntamente más ambiciosas, puede ser un buen material para plantear reflexiones. Todas sirven, porque, para el caso, lo determinante no es la calidad del producto a partir del que se quiere reflexionar, sino la calidad de las preguntas que se sea capaz de plantear: lo importante, en cada caso, es saber encontrar las preguntas más adecuadas, las que pueden abrir más ámbitos de reflexión (y más profundos).
Así, mientras nadie duda del interés intrínseco de algunas películas, rodadas con un espíritu crítico, para poner de relieve o denunciar situaciones de flagrantes o encubiertas injusticias, hay que reivindicar al mismo tiempo la utilidad que puede tener la reflexión sobre cualquier otro tipo de productos audiovisuales, con indiferencia que en ocasiones sean muy poco consistentes, como por ejemplo los culebrones televisivos. Con más razón hay que tener en cuenta estos otros productos en la medida que son los mayormente consumidos, los más conocidos y más cercanos. Para que su utilización como material de reflexión sea provechosa, lo único que hay que hacer es adaptar, según los casos, el tipo de preguntas que hay que formular.
¿Son películas que fomentan la reflexión o sólo pretenden entretener?
Si sólo pretenden entretener, ¿a quién beneficia, en un determinado momento histórico, que la sociedad esté entretenida, en lugar de hacerse preguntas?
¿Cuáles son los temas que se tratan y cuáles los que se evitan?
¿Son productos al servicio de la creación de determinados estados de opinión? En caso afirmativo, ¿a quién beneficia, en cada caso concreto, que un determinado estado de opinión se generalice?
¿Intentan manipular de forma sutil o grosera las emociones del público?
¿Difunden mensajes maníqueos y burdamente simplificados?
¿Refuerzan o critican actitudes homófobas, racistas, sexistas o clasistas?
La lista de preguntas que se pueden formular con relación a la producción (en un país o lugar concreto, en una época histórica concreta, en una sociedad concreta...), de una película determinada puede ser tan larga como profunda sea la curiosidad de quién se haga las interpelaciones.
Cualquier película, desde las en teoría más intrascendentes hasta las presuntamente más ambiciosas, puede ser un buen material para plantear reflexiones. Todas sirven, porque, para el caso, lo determinante no es la calidad del producto a partir del que se quiere reflexionar, sino la calidad de las preguntas que se sea capaz de plantear: lo importante, en cada caso, es saber encontrar las preguntas más adecuadas, las que pueden abrir más ámbitos de reflexión (y más profundos).
Así, mientras nadie duda del interés intrínseco de algunas películas, rodadas con un espíritu crítico, para poner de relieve o denunciar situaciones de flagrantes o encubiertas injusticias, hay que reivindicar al mismo tiempo la utilidad que puede tener la reflexión sobre cualquier otro tipo de productos audiovisuales, con indiferencia que en ocasiones sean muy poco consistentes, como por ejemplo los culebrones televisivos. Con más razón hay que tener en cuenta estos otros productos en la medida que son los mayormente consumidos, los más conocidos y más cercanos. Para que su utilización como material de reflexión sea provechosa, lo único que hay que hacer es adaptar, según los casos, el tipo de preguntas que hay que formular.
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