Sería deshonesto no reconocer la labor abnegada, silenciosa, solidaria, desinteresada y socialmente valiosísima que llevan a cabo muchas personas religiosas diseminadas por los cinco continentes. A menudo en condiciones de extrema precariedad y afrontando situaciones sociales críticas, en lugares físicamente y periodísticamente fuera de todos los mapas. Y no sólo en el llamado tercer mundo, también en el cuarto mundo que en ocasiones tenemos a la vuelta de la esquina.
Lo que ocurre es que estas personas admirables forman parte de una Iglesia que como institución no merece los elogios que se merecen ellas. Una Iglesia las altas jerarquías de la cual a menudo hace todo lo posible para ganarse no sólo la antipatía, sino también la mayor repulsa y animadversión: a causa de su prepotència, de su fasto, de su connivencia con los poderosos, de su clericalismo, de su moral inmoral en ámbitos como la homofobia, la misoginia, la anticoncepción, etc.
A los primeros, todo el reconocimiento, a los segundos, mientras no se enmienden (y llevan siglos reincidiendo), "ni agua". La beligerancia que se merecen además se basa en el pleno convencimiento de que tratarlos de esta forma es una actitud justa y coherente con una la labor global en defensa de los derechos humanos. Unos derechos humanos que, tal como ellos dicen y llevan razón (pero no asimilan), se inspiran en lo mejor de las enseñanzas de los Evangelios