De forma muy simplificada (y por lo tanto falsa, pero útil para el caso), la felicidad, la paz interior y el sosiego emocional, en las culturas orientales es el resultado de la aceptación de la realidad: "No es más feliz quién tiene lo que quiere sino quien quiere lo que tiene".
Siguiendo con las simplificaciones, en las culturas occidentales esta aspiración a la felicidad se asocia con la obtención de aquello que presuntamente la hace posible: afectos, bienes materiales, aspiraciones profesionales... Un amplio abanico de necesidades entre las que tiene una gran importancia la obtención de bienes de consumo: "Serás feliz si compras objetos, y lo serás por partida doble, por la satisfacción de comprarlos y por el valor social añadido que te otorgará el hecho de tenerlos".
Cuando el entorno es implacable en extremo (por las condiciones inclementes de la naturaleza, o a causa de una organización social opresiva), es fácil que la acrítica aceptación de la realidad se deslice hacia una apatía destructora, hacia una tristeza existencial huérfana de la imprescindible alegría de vivir. Mientras que, por otro lado, la persecución sin fin de la satisfacción de los anhelos y necesidades que nuestra mente alumbra y alimenta de forma incesante está claro que no es la receta más adecuada para conseguir la paz interior.
No existen fórmulas simples para alcanzar la felicidad, para vivir con un sentimiento de plenitud y sosiego interior. Somos seres complejos, empapados por emociones que condicionan profundamente nuestras vidas. Y también seres materialmente frágiles y dependientes de los recursos imprescindibles para poder garantizarnos la supervivencia.
Quizás una alternativa consista en aprender tanto a aceptar la realidad como en poner todo el empeño en cambiarla. Negándonos a asumir que son tareas incompatibles. Sabiendo en cada caso cual es la apuesta más sensata, o la proporción de aceptación y rebeldía más adecuada en un momento dado.
Esta paradoja, esta aparente contradicción, es una de las razones por las que no tendría sentido un eventual derecho a la felicidad. Lo que hay que garantizar son aquellos derechos y libertades que permitan iniciar la búsqueda de la felicidad. Luego, el uso que se haga de las libertades (y de las distintas herramientas emocionales y cognitivas que llevamos en la mochila), ya es otra historia.