18 marzo 2009

De la magia a la razón - 2

Cuando la vida se acaba, cuando el cerebro deja de funcionar, esta cosa misteriosa que mientras estamos vivos nos hace sentir tan importantes (el yo, el espíritu, el alma...), desaparece. Al cesar el funcionamiento del cerebro, con la muerte cerebral, con el fin de la actividad electroquímica de las neuronas, desaparece todo aquello a lo que esta actividad neuronal daba vida.

Al menos, esta es la creencia de las personas que no creen en ningún tipo de existencia que no esté sustentada en una combinación de materia y energía estructurada en forma de organismo vivo. Es obvio que el cuerpo humano, cuando muere y se convierte en cadáver, no desaparece, sólo se transforma. Pero su transformación en distintas clases de energía y materia, incluso su reasimilación dentro del ciclo vital de otro organismo vivo, es incompatible, entra en contradicción, con la eventual pervivencia del organismo que anteriormente configuraba.

Por mucho que nos empeñemos, no somos distintos de un carnero o una lechuga. El filete o la ensalada que nos tomamos para comer se convierten en nutrientes y energía para nosotros (y en materia de rechazo, los orines y las heces). Del carnero o la lechuga originales, como tales, no queda nada de nada.

No obstante, mientras el cerebro funciona, su funcionamiento nos permite no sólo el pensamiento racional, crítico y empírico, sino que al mismo tiempo nos predispone a las creencias mágicas e irracionales más pintorescas, lo que explica la tendencia generalizada de gran parte de la población mundial a creer en las divinidades más diversas. Es una tendencia surgida durante el proceso evolutivo, y sólo se ha desarrollado en los seres humanos. Ni las primeras bacterias ni el resto de organismos vivos tienen estas capacidades. Por ejemplo, un conejo o una lechuga no tienen ni la capacidad de investigar los fenómenos de las cosas ni la de creer en divinidades misteriosas.

Esta capacidad de pensamiento mágico y religioso ha tenido un papel en la supervivencia del género humano (dar una explicación, aunque fuera inventada, a todo aquello que era inexplicable y provocaba miedo y ansiedad). Hoy el dilema no consiste en cuestionar este hecho evidente, sino sólo en preguntarse si este rasgo evolutivo en la actualidad sigue siendo de utilidad, si la tiene en algún grado más o menos relevante o si, quizás, se ha convertido en un "estorbo evolutivo" que sería mejor superar.

No es fácil responder. Porque es innegable que en la actualidad para muchas personas las creencias religiosas siguen siendo un importante apoyo tanto en su quehacer diario como en su empeño por conseguir un mundo más justo, solidario y pacífico. Esto es tan cierto como que esta tendencia social a la solidaridad y la empatía también se halla y se puede promover por parte de personas y colectivos que no se guían por creencias religiosas. Por otro lado, si lo que importa son los fines y no los motivos, seguramente no tiene mayor importancia esta pluralidad o doble vía de acceso a un mundo mejor.

No obstante, la afirmación anterior parece que permite deducir, sin faltar a la verdad, que si lo que se pretende es la construcción de un mundo mejor, las creencias religiosas no son imprescindibles (en contra de lo que opinan algunos creyentes y líderes religiosos).