14 diciembre 2008

La religión de los derechos humanos

Somos insignificantes, y al mismo tiempo tenemos la imperiosa necesidad de reconocernos a nosotros mismos como seres con algún significado. Reconocernos y a la vez ser reconocidos como tales por los demás, ambas cosas. Es este significado y este doble reconocimiento, propio y ajeno, lo que da sentido a nuestras vidas.

Pero en este universo surgido de la nada y destinado a la nada los significados son forzosamente precarios. Y como la precariedad y la fragilidad generan un sentimiento difícil e incómodo de sobrellevar, provocador de ansiedad, tenemos la tendencia a intentar transformar estas emociones, buscando alguna alternativa apaciguadora. Una forma eficaz de gestionar la fragilidad y el temor existencial, practicada desde los albores del proceso de humanización, es la interiorización de creencias. En general fantasiosas, meras invenciones irracionales, pero que a pesar de ello (o precisamente por ello), a menudo tienen la virtud de aliviarnos.

La religión laica, si aceptamos llamarla así, de los derechos humanos es el resultado de un proceso de este tipo. El resultado en concreto de la siguiente creencia: la dignidad inherente a todo ser humano por el mero hecho de existir. Una invención humana como otra cualquiera, por mucho que se quiera sacralizar. Pero con algunas particularidades: no se asume como el resultado de ningún designio divino, sino del consenso humano, del acuerdo, del pacto, entre los sujetos afectados, nosotros, la humanidad. Este acuerdo, este convencimiento, convertido en creencia (la creencia como mínimo en que es una invención inteligente), es el germen fundacional de esta nueva religión que llamamos derechos humanos, y que hasta el momento ha demostrado dar mejores resultados que las creencias ensayadas anteriormente, todas igualmente inventadas, pero algunas sin duda mejores, más útiles, para organizar la convivencia humana.

En el caso de los derechos humanos, caracterizada también por toda la fragilidad primigenia y los peligros inherentes a todas las religiones consolidadas o en proceso de consolidación: tendencia a la jerarquía, sumisión de los miembros pasivos, falta de dinamismo conceptual, ritualización... Son aspectos que no hay que olvidar, para que estos peligros no se materialicen y entonces acaben hipotecando el gran potencial que encierra esta moderna creencia, esta invención que los seres humanos nos hemos regalado.