22 junio 2013

Libertad de reunión, derecho a la manifestación

Un policía corrupto es protegido por un juez corrupto promovido por un político corrupto. Un ciudadano honesto, cansado de tanta corrupción, protesta. Y es aporreado por el policía, condenado por el juez y criticado por el político: tres a cero a favor de la corrupción y la injusticia.

Los policías no deberían ser corruptos, pero en ocasiones lo son. Los jueces no deberían prevaricar, pero en ocasiones lo hacen. Los políticos deberían ser un ejemplo de integridad, pero en ocasiones se les olvida; deberían estar siempre al servicio de los ciudadanos, pero en ocasiones, en demasiadas ocasiones, están más al servicio de su propio partido o de sus intereses personales.

¿A quién hay que recurrir cuando el poder ejecutivo, el legislativo o el judicial no nos amparan? ¿Y cuando no  nos ampara ninguno de los tres? Ya sea porque uno nos atropella y los otros se inhiben (por cuestiones de intereses o de debilidad), ya sea porque los tres participan, de alguna forma, en los atropellos.

En estos casos, al final sólo queda la calle. Pero el uso de la calle también está regulado y controlado por el triumvirato que en este caso nos agrede, y que naturalmente se arroga la prerrogativa de decidir quién, cómo y cuando (o nunca) puede ejercer el derecho de ocuparla. Por lo tanto, no nos lo ponen fácil fácil, cuando queremos usar la calle para manifestar públicamente nuestra disconformidad con actuaciones de aquellos que han de autorizar que podamos manifestarnos.

Las leyes están para cumplirlas... y para no respetarlas, cuando ellas no respetan los derechos fundamentales de las personas. Los encargados de hacer cumplir la ley han de ser obedecidos... o desobedecidos cuando haciendo uso de leyes justas, las manejan injustamente (interpretándolas sesgadamente o saltándoselas descaradamente).

Algunos avances legislativos (en la linea de incrementar y consolidar los derechos fundamentales de las personas) se han llevado a cabo sin cuestionar la legalidad vigente, llegando a consensos o mayorías que permitían nuevas normas de convivencia, nuevas formas de relación entre los distintos agentes sociales, nuevos derechos para el conjunto de los ciudadanos, o específicos para minorías hasta entonces discriminadas. Pero muchos cambios sólo se han conseguido a través de enfrentamientos entre aquellos que ejercían el poder y los que lo sufrían. Incluso en sistemas políticos en teoría democráticos. Porque en una democracia también se pueden generar ámbitos, momentos o tendencias dictatoriales, y en nombre de la democracia y con la fuerza de las mayorías se pueden llegar a cometer grandes atropellos contra algunas minorías.

En principio, como norma general, en una democracia ninguna manifestación debería ser prohibida. Y si una dictadura tiene la fuerza bruta pero no tiene ninguna legitimidad moral para negar el derecho a la discrepancia, tampoco la tiene una democracia cuando, en nombre del orden público, abusa de su derecho a regular el derecho de los ciudadanos a manifestarse.

El orden público, en tanto que concepto sujeto a distintas interpretaciones, en ocasiones se convierte en conflicto dialéctico y, luego, en conflicto callejero entre manifestantes y cuerpos de seguridad. Y más tarde, en conflicto judicial entre, por un lado, los manifestantes y, por otro, los jueces y fiscales.

Establecer con claridad y con criterios democráticos consensuables los límites del derecho a manifestarse no es fácil, porque los motivos, las circunstancias y los momentos pueden ser muy diversos, difíciles de concretar en unas normas generales que no den pie a enfrentamientos a la hora de interpretarlas. No es fácil. Y como es difícil, hay que asumir que pueden producirse discrepancias entre aquellos que quieren ejercer dicho derecho y quienes, en un momento dado, lo quieren impedir (ya sea amparándose en las leyes, manipulándolas o saltándoselas). Como no es fácil, es inevitable concluir que, incluso en una democracia, toda manifestación ilegal no es siempre ilegítima. I si no es ilegítima, no es legítimo intentarla impedir, y menos aun de forma violenta. De la misma forma que no es legítimo, posteriormente, pretender penalizar judicialmente las personas que la han promovido y las que han asistido a ella.