Es fácil entender y respetar el hecho de que una persona crea en alguna divinidad. Una persona así, que manifiesta su fe, su convencimiento íntimo sobre la existencia de un ser superior, sólo poniéndolo en evidencia, sin intentar razonar este convencimiento (de naturaleza irrazonable), a un no creyente incluso le puede enternecer, generándole una profunda y sincera simpatía.
El caso es distinto cuando la persona creyente empieza a a razonar sus creencias, a explicar sus fundamentos, a justificar sus convicciones, a demostrar, presuntamente, su veracidad incontestable. Si además, cosa habitual, se basa para ello en los textos sagrados de sus propias tradiciones religiosas, en los sesudos estudios de sus respectivos teólogos, entonces el asunto empieza a adquirir otro cariz.
A este segundo grupo de personas (1) no debería extrañarles que haya gente que no tenga reparos para aprovechar las ocasiones que se presenten para intentar rebatir de la forma más contundente posible todas sus argumentaciones. Con más razón, cuando mediante la sinrazón de su fe las personas religiosas intentan argumentar la necesidad de la supeditación de las normas sociales a las normas morales de la propia tradición religiosa.
En estos casos, la actitud desafiante de las personas creyentes no sólo autoriza, sino que demanda, la respuesta y la oposición pertinentes por parte de aquellas personas que creen en el avance que suponen las sociedades laicas sobre las teocráticas, que creen en la superioridad de la ética sobre la moral (como referente en los asuntos relativos a la organización social). Que creen, por ejemplo, que es mejor guiarse e inspirarse en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que en los 10 Mandamientos de la Biblia o en los hadit o dichos del profeta Mahoma.
(1) Huelga decir que también hay creyentes laicos (armados también con sus preceptivos "textos sagrados"), ateos religiosos capaces de gestionar sus respectivas "religiones" con la misma prepotencia, agresividad y peligrosidad, a causa de su falta de subordinación al civilizador e imprescindible filtro de la razón.