En la medida que los derechos son invenciones humanas, parece evidente que, una vez inventados, hay que materializarlos. Algo parecido a lo que ocurre en las empresas, que después de diseñar un nuevo prototipo en el departamento de investigación, tras la aprobación definitiva del proyecto, han que llevarlo a los talleres e iniciar su fabricación. En caso contrario, innovar no sirve de mucho.
Avanzar en el mundo de los valores no sólo implica reflexionar sobre el mundo que se anhela, sino también arremangarse y ponerse a la faena. Asumir que los sueños se han de construir, que para ello hay que poner primero unos cimientos consistentes, empezar luego ordenadamente a levantar el nuevo edificio, vigilar todos los detalles, no olvidar que hay que invertir en mantenimiento una vez construido...
El mundo de los valores, de los derechos, es algo íntimamente relacionado con el esfuerzo, o si se prefiere, con las obligaciones, unas palabras quizás algo desacreditadas, pero sin las cuales no es creíble cualquier proyecto de cambio.
Gandhi, en una carta dirigida a la ONU en 1947, decía oportunamente lo siguiente: "Mi madre, que era ignorante pero tenía un gran sentido común, me enseño que para asegurar los derechos es necesario un acuerdo previo sobre los deberes."
Sin olvidar los derechos (o precisamente porque no hay que olvidarlos), habría que hablar más a menudo del esfuerzo, de los deberes, ya que es evidente que, sin ellos, es imposible establecer contrato social alguno, ni garantizar, por añadidura, los derechos a los que legítimamente todos aspiramos.