La historia de la humanidad se caracteriza desde sus inicios por una relación constante entre el ser humano y Dios. Negar "razonadamente" su existencia es tan estéril como defenderla con el mismo argumento, la razón.
Solo se puede intentar la aproximación a esta eventual realidad de forma especulativa. Por ejemplo, podemos decir que, si Dios existe, quizás es algo distinto del Dios elucubrado por los teólogos de las principales tradiciones religiosas. Si adoptamos esta vía, entre teológica, mágica y poética, podemos imaginar distintos escenarios.
Uno de estos escenarios podría ser, desnudándonos humildemente de nuestro antropocentrismo narcisista, que Dios es un ser despreocupado de los asuntos humanos (quizás dedicado a llevar la contabilidad de los millones de galaxias que constantemente emergen y fenecen). O que es un ser bonachón, pero despistado y no muy habilidoso, incapaz de hacer la vida un poco más fácil a los pobres humanos. Otra posibilidad más inquietante sería la de un ser sencillamente malvado, siempre dispuesto a enviar desgracias, en forma de terremotos, erupciones volcánicas, nuevas enfermedades como el sida y toda suerte de calamidades al alcance de su omnipotencia.
Tampoco hay que olvidar las concepciones arcaicas, no por antiguas menos posibles: quizás el dios verdadero es el mismísimo Zeus, rodeado de sus colegas del Olimpo. O los egipcios Isis, Osiris, Ra... o alguna de las distintas divinidades africanas, precolombinas o asiáticas. Estas constelaciones de dioses permiten contemplar todavía otra posibilidad: que existan al mismo tiempo distintos dioses verdaderos, ocupado cada uno en mejorar la eficacia del apostolado de sus seguidores, para conseguir así una mayor difusión de su propia religión en la Tierra.
Ante tantas y tantas posibilidades, lo más sensato es pensar que alguna no sea sólo una fantasía. Por lo que es higiénicamente aconsejable dudar del propio ateísmo, por más firme y consolidado que esté.